Judith
Revel
Quisiera intentar mostrar brevemente
cómo, en los últimos treinta años, el vínculo entre la crítica social y
política, por una parte, y las formas de la emancipación, por otra, se han
desplazado y rearticulado en una serie de reflexiones sobre el accionar político
que prueban estar a la altura de los tiempos.
Partiré de una referencia simple y,
sin embargo, creo, aún válida. Hace medio siglo, un hombre que era el centro de
los procesos de emancipación de fuerza innegable, y que intentaba, en aquella tormenta,
sin duda incierta, pero llena de esperanzas, redefinir, al menos en parte, la
gramática de la crítica social, Franz Fanon, había insistido en la necesidad del
concepto de "hacer músculo". Creo, a veces, que esta necesidad se
puede invertir: porque a menudo, son las experiencias (militantes, pero más
generalmente las experiencias del mundo y en el mundo) las que exigen ser pensadas.
Ahora bien, el pensamiento siempre es histórico, y sus instrumentos también lo
son. Ocurre que la grilla conceptual, la gramática política y las
articulaciones lógicas que se consideraban adquiridas ya no funcionan tan bien
o no funcionan más. Esto no significa decir que hayan sido falsas con
anterioridad, pero que un ajuste, una modificación, una rearticulación, –es
decir, el registro de una discontinuidad - son inevitables. Sin haber tenido (nunca)
ninguna simpatía por aquella etiqueta vacía que es la palabra postmodernidad, pienso,
sin embargo, en este sentido, que una fisura sobre los bordes de la modernidad,
una exfoliación de la modernidad, puede describirse. Perdonen por este
preámbulo sobre el método demasiado largo, pero me parecía necesario antes de
entrar en el tema de fondo. Quisiera empezar con una cita, cuya reputación, la
da, por el momento, el propio autor.
“(…) voy
a decir lo siguiente: desde hace diez o quince años lo que se manifiesta es la inmensa
y proliferante criticabilidad de las cosas, las instituciones, las prácticas,
los discursos, una especie de desmenuzamiento general de los suelos, incluso y
sobretodo de los más conocidos, sólidos y próximos a nosotros, a nuestros cuerpos, a nuestros
gestos de todos los días. Pero al mismo tiempo que este desmenuzamiento y esa
sorprendente eficacia de las críticas discontinuas y particulares, locales, se
descubre en los hechos, por eso mismo, algo que no se había previsto en un
principio: lo que podríamos llamar efecto inhibidor propio de las teorías totalitarias, y me refiero, en todo
caso, a las teorías envolventes y globales. No digo que esas teorías
envolventes y globales no hayan proporcionado y no proporcionen todavía, de una
manera bastante constante, instrumentos localmente utilizables: el marxismo y
el sicoanálisis están precisamente ahí para demostrarlo. Pero creo que
solamente proporcionaron esos instrumentos localmente utilizables con la
condición, justamente, de que la unidad teórica del discurso quedara como
suspendida o, en todo caso recortada, tironeada, hecha añicos, invertida,
desplazada, caricaturizada, representada, teatralizada, etc. Sea como fuere, cualquier recuperación en los
términos mismos de la totalidad provocó, de hecho, un efecto de frenado. (…). primer
carácter de lo que pasó desde hace unos quince años: carácter local de la
crítica, lo que no quiere decir, me parece, empirismo obtuso, ingenuo o necio,
y tampoco eclecticismo blando, oportunismo, permeabilidad o cualquier empresa
teórica (…). Creo que ese carácter esencialmente local de la crítica indica, en
realidad, algo que es una especie de producción teórica autónoma, no
centralizada, vale decir que no necesita, para establecer su validez, el visado
de un régimen Común."
Este texto, que a su modo habla de nosotros y
del modo en que podemos, o debemos, practicar el pensamiento crítico, es
extraído de la clase de Michel Foucault del 7 de enero 1976 en el Collège de
France. Creo que, aunque han transcurrido 36 años, se puede recortar – para retomar
la misma palabra de Foucault ( "découper",
recortar) - algunos elementos importantes del análisis.
Primer
elemento. Nosotros también
estamos en un momento de extrema riqueza y proliferación de movimientos. Cuando
Foucault alude a los últimos quince años, piensa naturalmente en lo que produjo
el 68 y en lo que le siguió. Para nosotros hoy, la exploración podría ser el
giro de 1995 – las grandes huelgas de los transportes en París, la publicación
del Libro de Rancière, la Mésentente; o, en los años inmediatamente posteriores,
la aparición del "pueblo de Seattle" como nuevo sujeto político, y
que habría de marcar en el futuro el escenario de la globalización. Esto no
significa evidentemente una superposición o una identidad de las dos periodizaciones
sino el reconocimiento del dato que tienen en común: en ambos casos, parece que
las formas de la subjetividad política han ido renovándose y proponiendo
escenarios, articulaciones, modos de intervención y análisis absolutamente
nuevos.
Segundo
elemento. Mucho menos
probable es que sintamos la tentación de lo que Foucault llama la
"tentación de la lectura totalitaria" –donde "totalitario",
por un extraño lapsus, significa en realidad "totalizante",
sistémico, homogéneo. La presencia de las ideologías y de los sistemas está, de
hecho, extremadamente debilitada con respecto a la segunda mitad del siglo XX.
Esto no significa que esta tentación no se pueda reproducir de otra manera; ya no
con referencia a una supuesta lectura en clave "total" del mundo,
sino mediante la permanencia –casi transhistórica- de elementos no interrogables
como tales. Con no interrogables quiero significar no historizables. Pensemos por
ejemplo cuánta pretensión totalizadora está contenida en aquella decisión,
teórica y política, de mantener a toda costa términos como «soberanía", “nación",
"partido", "representación política", aunque la realidad nos
muestre el cambio, la disfuncionalidad y, en algunos casos, incluso la
desaparición.
Tercer elemento. Me parece, por el contrario, que la
insistencia sobre la dimensión de la localización, sobre la importancia de la
crítica local, es, por parte de
Foucault, un formidable anticipo de la condición en la que nos encontramos hoy.
Aquello que, desde hace años, proponen tanto los pensamientos post-feministas, como
los coloniales y los subaltern studies –pienso,
por ejemplo, en la recuperación de la idea de situación (arrebatada a la jerga
del existencialismo sartriano y redefinida como la puesta en situación de las
prácticas y de los discursos, como reivindicación de "los saberes y
prácticas situadas")- debe entenderse en este sentido: una localización
geográfica e histórica (y, añadiría, social) de la propia posición, de la propia
crítica.
No tengo tiempo para detenerme mucho sobre el
punto, pero me parece importante señalar que el riesgo de todo intento de
localización de la crítica es pensar que la dimensión de lo "local"
se refiera sólo al espacio. Hacer jugar la propia diferencia, reivindicar el
propio contexto, indicar las coordenadas de la propia posición –una vez más, para
diferenciación respecto de las posiciones dominantes y de las que pretenden
valer absolutamente y para todos– se refiere evidentemente al espacio. La
necesidad de provincializar Europa, o la de descentrar el centro de gravedad
del Imperio hacia nuevos horizontes, donde China, América Latina o India pasan
a ser – nos guste o no – nuevos puntos de referencia para la comprensión del
devenir-global del mundo, es obvia. Pero no debemos creer que la relativización,
a lo que Derrida llamaba la gran "mitología blanca", basta. Porque la
localización compete igualmente a la historia: nuestra posición es, al mismo
tiempo, espacial y temporal. Ahora bien, sin embargo, la crítica precisa a la
pretensión de hegemonía del pensamiento occidental no olvidamos no podía al mismo tiempo denunciar el
colonialismo del pensamiento, y seguir utilizando conceptos –como soberanía, o
nación, o pueblo –sin preguntarse sobre el contexto histórico en que estos habían
surgido. Porque este contexto histórico es relativo en cuanto al espacio al que
está vinculado: ninguna historia puede pretender no ser históricamente
"local". Cada historia es un momento. Esto no significa que no tenga
importancia. Sólo significa que, si por crítica se entiende el trabajo de
localización de nuestra posición, entonces por crítica se entiende un doble
trabajo en el espacio y en el tiempo. La crítica es, desde este punto de vista,
tanto una cartografía como una genealogía. En el encuentro de estas dos
dimensiones, me parece que aquello que Foucault llamaba un diagnóstico, una
actividad de diagnóstico, viene eficazmente a decir la obligación – filosófica
y política –de hablar siempre del lugar (vale también decir: del tiempo) en que nos encontramos. El dónde y el ahora.
Todo esto es bastante conocido. Pero si
insisto hoy, es porque me parece que no se puede seguir planteando algunos
problemas que en el pasado estructuraron nuestra reflexión alrededor de la
crítica social. Creo, por ejemplo, que la exigencia de criterios, o de valores,
a partir de los cuales construir la crítica, debe ser enteramente reformulada;
que, si se intenta identificar condiciones de posibilidades a priori de esta
crítica, entonces se está inevitablemente obligado a reintroducir la referencia
a una serie de universales, de fundamentos; en definitiva a suponer, como
fundamento de la actividad crítica, una especie de punto ciego de la crítica
misma. Esto no significa que nos debamos sumergir en el relativismo absoluto, sino
que la cuestión de los universales debe ser tratada de manera diferente: haciendo,
por ejemplo, que la universalidad que se considere políticamente necesaria, no deba
ser asumida como fundamento, sino construida por la misma práctica política.
Que no sea una base a partir de la cual moverse, sino un horizonte, un
objetivo, el producto eventual de un cierto accionar político. En resumen, la universalidad
– por ejemplo la universalidad de los
derechos incondicionales para los hombres y las mujeres, debe ser construida.
Si no comprendemos este punto dejaremos, una vez más, crearse la abismal diferencia
entre igualdad de los derechos y desigualdad de hecho que parece caracterizar
nuestras sociedades –ese gap que no
sólo desgarra las vidas y denuncia las deficiencias de nuestras democracias, sino
que nutre al infinito el pragmatismo político al cual, bastante a menudo,
estamos sometidos.
Asumimos, por tanto, la crítica como local–espacialmente,
históricamente.
Sin embargo, existe un riesgo. Si
abandonamos las tranquilizadoras certezas de los pensamientos totalizadores, de
los sistemas homogéneos, de las explicaciones omnicomprensivas, de los universales
fundamentales, ¿no estamos acaso entregados necesariamente a la dispersión? ¿Al
debilitamiento político en el que aquella parcelación espacial y temporal de
los frentes de la crítica, puede de hecho traducirse?
Este riesgo de la dispersión y de la
pérdida de potencia toma en realidad tres formas.
La primer forma es aquella de la
segmentación de la crítica y de las luchas; si debemos localizarlas, la
tentación de la "identitación"
de las luchas, de los sujetos de las luchas, es grande. Este devenir identitario
es a menudo producto de los sujetos mismos, porque es percibido como la única
forma de resistir al supuesto "totalizante", de hacer jugar la propia
diferencia como reivindicación de la "situación" específica; a veces, sin
embargo, es inteligentemente manipulada, contra las luchas, por la gran máquina
de reabsorción, de la despotenciación y
de digestión de las luchas, que es el discurso periodístico-político de la segmentación;
¿qué movida más eficaz puede haber para impedir a una revuelta que se propague?
El devenir identitario de la crítica (y de las luchas que son la traducción
concreta) recibe entonces, en ambos casos -sea ello producto de la voluntad
política de la subjetividad en lucha o de
la máquina periodístico-política– dos traducciones: la primera es la referencia
a una supuesta identidad natural (no somos iguales a los demás porque somos distintos
en naturaleza); la segunda es la traducción de la afirmación identitaria en el terreno
exclusivo de la reivindicación de los derechos (es decir, una diferencia
concebida al interior del derecho positivo, una defensa "corporativa"
de la diferencia).
La segunda forma de la segmentación –y
del peligro que entraña– es aquella de la jerarquización de las diferencias.
La tercera, que viene inmediatamente
ligada, es aquella del juicio "moral" sobre las luchas –con todo el cortejo
de variaciones prácticas inmediatas.
Desde este punto de vista, en los
últimos meses, hemos asistido –precisamente en nombre del reconocimiento de las
diferencias y de la segmentación necesaria de lo que la realidad nos ofrecía
aquí y allá como situaciones de lucha, producciones de prácticas y de discursos
críticos, emergencias de nuevas subjetividades – a intentos de ponerlas bajo
signos aterradores: por ejemplo, los Acampados españoles eran simpáticos; como los
tunecinos, los libios y los egipcios de la primavera árabe –salvo cuando
llegaban a las costas italianas, a las fronteras francesas, o incluso a las
calles del centro de París; en cambio, en Londres, los sujetos de los riots (revueltas)
del verano no lo eran para nada. El problema no es expresar una opinión política
sobre estas situaciones o sobre estos sujetos políticos –que en realidad son
totalmente diferentes entre sí. El problema es no decir nunca en nombre de qué
criterios (políticos) de evaluación se juzga; y de hablar, en su lugar, a
partir de juicios que son antes "morales" que políticos. La
jerarquización es evidente: en lugar de un análisis, hemos descalificado propia
y verdaderamente, y colocado en su lugar "promociones"; en general a partir de la idea que si un
movimiento no hace ruido, no actúa y no se encuentra nunca en situación de
enfrentamiento, entonces es endosado a la Comunidad de “democráticos"; si,
por el contrario, tiene la mala idea de estar vivo, de expresar antagonismo y
de decir o demostrar lo que es inaceptable, entonces su acogida es más
problemática.
¿Cómo hacer para salir de este doble
impasse? ¿Cómo rechazar los sistemas totalizantes, mantener el carácter
"local" no conmensurable, de las situaciones de lucha, sin caer en la
trampa de esta fragmentación sin recomposición posible?
Hoy, estamos, creo, ante esta pregunta.
Esta dificultad teórica, que es
también una incerteza política, ha tenido efectos inmediatos. Al interior de la
reflexión filosófico-política, así como al interior de los mismos movimientos, el temor de no poder gestionar eficazmente la infinita
variedad de los fenómenos de rebelión ha llevado, en los últimos meses, a
algunos a reintroducir al menos en parte una perspectiva "totalizadora":
se ha elegido una situación (para algunos, Túnez; para otros América Latina;
para otros incluso las luchas de los obreros chinos), y se ha probado unificar,
a partir de esta situación, ya asumida como un paradigma general o como matriz,
las lecturas de otras situaciones. Pero el sentimiento de achatamiento ha sido inmediato,
y a menudo el forzamiento notable; y más allá del aspecto caricaturesco que
este tipo de lectura produce inevitablemente, es lícito preguntarse sobre el
supuesto que soporta el edificio entero: la idea de que la naturaleza de las
subjetividades políticas que se expresan en los movimientos es inmediatamente
legible. Esta "legibilidad" puesta en principio es aquello que hace
posible la idea de una unificación de las distintas situaciones de lucha a
partir de una matriz, la creación de un principio de conmensurabilidad que asigna
a toda realidad una identidad derivada de la primera.
Por otro lado, precisamente porque el
forzamiento es evidente, se han ido empujando a radicalizar las diferencias. Es
sobre este punto de las diferencias de subjetividad que quisiera detenerme
ahora, con una serie de hipótesis que me limito a plantearlas de manera muy esquemática.
Primera hipótesis. Estas subjetividades
son diferentes porque son colectivamente, internamente, no homogéneas. Decir
que no están unificadas por principio, que no tienen en sí un principio de
unidad absoluto, no significa que no presenten estratégica y políticamente, en
un momento dado, una unidad: la unidad es el resultado político de una
práctica, no la condición de posibilidad de esta práctica. En consecuencia, si
la única unidad que queremos considerar es la obtenida en la lucha, entonces
hablar de una subjetividad política significa inmediatamente tener que dar
cuenta de una composición –significa
investigar una composición de clase. Esta composición de clase no supone
"la clase" pero construye la realidad necesariamente cambiante de una
articulación posible tras la falta de homogeneidad. Un sujeto de lucha, hoy, es
tan potente cuanto interiormente compuesto, diferenciado y, sin embargo,
estratégicamente articulado (pienso en el intraducible término deleuziano de
"agencement"). Si pensamos bien, las luchas triunfantes en estos
últimos años han sido precisamente aquéllas donde se jugaban más explícitamente
la riqueza de su falta de homogeneidad como motor político: su propia potencia
era proporcional al coeficiente de composición que ponían en el campo. Y, al
contrario, las luchas identitarias, socialmente homogéneas, corporativas,
sectoriales, han sido siempre más perdedoras.
Segunda hipótesis. Si las subjetividades
son colectivamente no homogéneas, son también, singularmente múltiples,
pululantes: ponen en escena una singularidad cuyos predicados son infinitos.
Cada uno de nosotros es una lista infinita –en devenir, en cambio perenne– de
predicados. El carácter político de la reivindicación de esta "infinitud"
es evidente: es la única estrategia para poder rechazar el mandato de ser
alguien, vale decir algo necesariamente.
El mandato identitario aquí nos pide reducir el número restringido de las características
y de la calidad en los que nos reconocemos, y de ordenarlas por su importancia.
¿Blanca antes que femenino? ¿Universitaria antes que Blanca? ¿Qué determinación
cuenta más? ¿Qué sutil jerarquía circula aquí al presentar la determinación de
clase, de color, de género, de edad –y de tantas otras – bajo la forma ambigua de
la identidad unívoca? A la inversa, la infinitud no jerarquizada de los predicados
es la condición misma del devenir. En nombre de las relaciones de fuerza que
debo afrontar, puedo elegir políticamente poner adelante tal o cual otro predicado
– puedo elegir ser hoy más mujer de lo que es Blanca, o más cuarentona que universitaria;
pero se trata necesariamente de una elección provisional que no excluye ni la
superposición de las determinaciones (ser mujer y negra, y no sólo mujer o
negra; más bien, ser mujer, negra y precaria en lugar de ser la una o la otra de estas determinaciones), ni
las transformaciones de estas determinaciones por contaminación, ni la
proximidad con otras determinaciones. Pienso por ejemplo en la feminización del
análisis del trabajo a la que asistimos cada vez más hoy, así como, por el
contrario, en el economicismo y en la marxianización de algunos discursos
feministas –porque la pertenencia al género no anula la pertenencia de clase,
pero marca desplazamientos, duplica la explotación, permite describir fenómenos
inéditos de sometimiento; o aún en el cruce entre determinaciones de color y
determinaciones de género –difíciles de admitir, aún hoy, incluso en algunos
discursos “indigenistas" o poscoloniales donde la igualdad hombre/mujer se
postula allí donde la cultura “nativa", exactamente como la cultura
colonial, en realidad ha jerarquizado, desclasificado y puesto como subalternas
a las mujeres.
Creo que es sólo a partir de este
doble condición –una falta de homogeneidad colectiva estratégica y
políticamente articulada y agitada, y una desmultiplicación de los predicados
subjetivos de la singularidad –que se puede pensar en una transversalidad de las
luchas, es decir, en un horizonte no de unificación pero de composición de la
diversidad de los movimientos, de las situaciones locales en sus propias diferencias.
Probablemente, esto implica explorar nuevos caminos: la transferencia y la
traducción de experiencias políticas de un contexto originario a un contexto de
recepción distinto; el mestizaje o la contaminación de experiencias entre sí;
la circulación de los saberes de organización y de luchas; lo mutuo y el uso
compartido de las prácticas…
Pero esta transversalidad exige
también efectos de articulación que difícilmente sean compatibles con la sacralidad
de la identidad, o con los restos de la hegemonía del Yo. Arrancado de sí mismo,
pues –de la propia condición de opresión, aunque también de la propia
individuación, viejo tema caro a Fanon, con el que empezaba esta intervención;
pero también: convencerse de que devenir otro no significa renunciar a la
propia singularidad, sino más bien que sólo el devenir, en cuanto proceso de
diferenciación infinito, permite la singularidad. Esta transversalidad exige
que la rearticulación del devenir diferencial de las diferencias –el hecho de que
nunca dejo de ser diferente de mí mismo, precisamente porque aquel diferir me
hace ser paradójicamente lo que soy– no descanse sobre ninguna otra cosa más que
sobre una experiencia compartida; que esta experiencia, que es de lucha,
construya paradójicamente aquello que rechaza como fundamento: un común en
perenne reformulación, un común de luchas y de prácticas, un común de
experimentación.
Se trata, en este contexto, de
replantear totalmente la emancipación, no (o no sólo) como proceso de
liberación, sino como proceso de constitución. El peligro de la emancipación reducida
a mera perspectiva de liberación, es que no existe, sin aquello contra la que se
define (y sobre lo que postula la unidad); y que probablemente no sobreviva.
Una vez emancipada –una vez adquiridos los derechos negados, una vez obtenidos
los reconocimientos políticos, una vez devenido sujetos de representación
política- ¿qué queda de la subjetividad en lucha, sino el lugar del amplio dispositivo
de reabsorción del que ahora forma parte? ¿Qué queda, si no la constatación de que,
desde este punto de vista, los reformismos son siempre ganadores?
Probemos entonces modificar
ligeramente la idea de emancipación que tenemos; y añadir a la sacrosanta
reivindicación de lo que no se tiene, o a la lucha contra lo que nos somete,
una práctica de libertad incondicional. Des sometimiento y subjetivación son
pensados de conjunto; porque un des sometimiento que no sea inmediatamente
producción de subjetividad, o una lucha contra
algo que no sea inmediatamente la constitución de alguna otra cosa son destinados a permanecer presos dentro del
horizonte al que han, en realidad, sólo confirmado.
Liberación y prácticas de libertad no
pueden ser escindidos; crítica e inauguración de lo existente deben ser las dos caras de la emancipación;
destitución y potencia constituyente, revuelta e invención, déjà lá y potencia ontológica. Y es esa encrucijada de determinaciones
históricas y espaciales y de potencia incondicional que marca hoy el espacio de
una experimentación radical de la democracia. Para la traducción práctica de aquella
ontología positiva que queda por realizar – se trata aquí de arremangarse las
mangas.
*
Intervención en el seminario "Crisis, transición, transformación: pensamiento
revolucionario hoy. Universidad de Brunel, 9-02-2012
Traducción
Cesar Altamira.
Publicado
en Uninomade 2.0:
http://uninomade.org/wp/wp-content/uploads/2012/05/Diagnosi-soggettivazione-comune-tre-faccie-dellemncipazione-oggi.pdf
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