Juan Domingo Sanchez Estop
"Yo
digo que los que condenan los tumultos entre los nobles y la plebe, a mi
entender, están censurando las cosas mismas que constituyeron la causa primera
por la que Roma se mantuvo libre; y que consideran más el ruido y el alboroto
que de tales tumultos nacía que los buenos efectos que generaban; y que no
consideran que en toda república hay dos humores distintos, el del pueblo y el
de los grandes y que todas las leyes que se hacen en favor de la libertad nacen
de su desunión, como se ve con facilidad que ocurrió en Roma."
(Maquiavelo, Discorsi, I, 4)
1. La violencia no la deciden los
movimientos sociales, sino el poder. El poder decide, por ejemplo, que una
agresión fascista por parte de gentes uniformadas o de paisano no es
"violenta" o que la resistencia pacífica o pasiva sí lo es; el poder
decide que la prisión o la pena de muerte no son formas violentas de sanción o
que la huelga es una forma particularmente violenta de defensa de un interés
particular. El poder decide que los hinchas de fútbol o los secuaces del papa
pueden ocupar las calles durante varios días con conductas no siempre cívicas y
que una tranquilísima acampada en un lugar público o una asamblea ciudadana en
una plaza constituyen actos de violencia.
Por mucho que se busque, no hay ningún contenido específico debajo del
término "violencia" que no dependa de la mera decisión soberana. Lo mismo
puede afirmarse respecto del terrorismo. Soberano, podría decirse parafraseando
a Carl Schmitt, es quien decide sobre qué es violencia, quien nombra al
terrorista.
2. Según Aristóteles existen dos tipos
de movimientos, el natural, por el cual un cuerpo se mueve y cambia conforme a
su propia esencia dirigiéndose a su lugar natural, y el violento por el cual
ese cuerpo se mueve y cambia por efecto de la fuerza de un cuerpo exterior. Lo
contrario de la naturaleza es la violencia. En la época moderna, lo que es
natural en el orden social lo define el poder. Como explica Bodin, el soberano
es quien da valor jurídico a un derecho natural y lo define como tal. En otros
términos, es el soberano quien define qué es la naturaleza y qué es el orden
natural y, por consiguiente, qué es la violencia. El soberano define lo natural
y lo violento y atribuye a la "violencia", contraria al orden social
"natural", el estado de excepción en que la ley del soberano no es
aplicable. Nada hay de extraño en ello, pues todo soberano pretende definir,
sin temor a la tautología; el orden
normal, el orden natural, como el orden en que se pueden aplicar sus leyes.
3. En la modernidad política a la que
pertenece el poder soberano, la naturaleza no tiene ningún contenido propio. El
gran traductor a categorías metafísicas del orden político soberano, René
Descartes, sostiene que el orden natural depende constantemente de la voluntad
divina. La violencia es así, acción contra la naturaleza, y, en el orden social
y político, contra la ley y la voluntad del soberano que en ella se expresa.
Toda pretensión de condenar o de aprobar la violencia empieza y acaba en el
discurso del soberano.
4. Cuando la naturaleza no es
"orden natural" sino correlación de fuerzas, la oposición
naturaleza-violencia cae por su propio peso. Todo orden es precario y efecto
relativamente inestable de un equilibrio de fuerzas. El propio poder del
soberano que sirve de fundamento a ese orden -o el poder de Dios en el
universo- se disuelve en un tejido de relaciones. Es esa la perspectiva
democrática y subversiva del materialismo, la de Maquiavelo y la de Spinoza.
Era la perspectiva de los materialistas de la antigüedad respecto de los cuales
Maquiavelo y Spinoza reconocen su filiación. Es también la de Marx. Ni hay sustancia
del poder, ni hay orden natural, ni tampoco es la violencia una característica
esencial de una acción, sino la caracterización política de esta por un poder
soberano que, a su vez, es la mera resultante de una correlación de fuerzas
interna a la multitud.
5. El materialismo desvela la desnudez
del poder. Este ya no puede basar su "legitimidad" en un orden
natural. Debe fundamentarse en una relación, siempre relativamente antagónica
con una multitud de otras fuerzas. El intento de suprimir todo antagonismo,
todo tumulto de la multitud equivale a la supresión de la libertad, pues
disminuye la potencia de la multitud, su productividad y sume a la multitud en
la imaginación triste propia de todo poder absolutista. El absolutismo, que
pretende que todos se ajusten a una única complexión, llama paz a lo que es un
desierto. El totalitarismo moderno nos da abundantes ejemplos de ello.
6. La variante liberal del absolutismo
que hoy se denomina "democracia liberal" pretende también basar su
orden social en una naturaleza que, en un círculo vicioso, es a la vez efecto y
causa del orden legal establecido por el
soberano. Los efectos de este discurso liberal-absolutista se traducen hoy en
el rechazo y criminalización de toda
ilegalidad cometida por los súbditos -entre los que, naturalmente, no se
cuentan los más poderosos, que forman parte del soberano-. Un control estricto
del ajuste de las conductas de los súbditos a la legalidad es el principio del
Estado policial. La criminalización de los espacios de antagonismo, la
consideración como "violentos" de los más inofensivos actos de
desobediencia mata la libertad y entristece la vida común.
7. Dado que en la circunstancia
actual, el poder criminaliza la más mínima ilegalidad por parte de la
disidencia social, lo único que debe tener en cuenta el movimiento en esta
cuestión es la posibilidad real de conquista de hegemonía social que hay detrás
de cada uno de sus actos, a sabiendas de que todos ellos pueden ser calificados
de violentos por el poder. Ello no quiere decir que las agresiones contra
personas sean indiferentes o que constituyan medios aceptables en función de un
fin que todo lo justifica. Todo acto de agresión tiene un coste para la ética y
la política del movimiento, pues prefigura el orden que este puede llegar a
constituir y pone en peligro su carácter libre y democrático. Es de encomiar la
enorme paciencia y sabiduría del movimiento 15M a este respecto, sabiendo
evitar las numerosísimas provocaciones de un poder que vería probablemente con
muy buenos ojos una deriva que pudiera calificar sin demasiado temor al
ridículo como "terrorista". De momento, dejémoslos con su frustración.
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