César Altamira (Arg.)
Todo indica que el anuncio y las
conversaciones iniciadas en Oslo entre las FARC y el gobierno colombiano de
Santos constituyen un acontecimiento histórico de consecuencias aún no
previsibles y de enormes potencialidades. La posibilidad de concluir con la
guerra prolongada que ha vivido Colombia desde hace ya casi 40 años abre a su
vez la posibilidad de terminar con el terrorismo de estado, las persecuciones,
las desapariciones así como la criminalización de las protestas sociales
apoyadas por la oligarquía agraria y las clases dominantes nacionales. Es también una oportunidad para
las resistencias sociales tras demandas de larga data, así como la puesta en
escena de alternativas democráticas y populares largamente promovidas y
defendidas. El horizonte democrático abierto incorpora también la posibilidad
de que la izquierda se libere de la tentación de las armas, recupere iniciativa
política, ahora a la intemperie, y encare la batalla por una democracia radical
en línea con lo que demanda el nuevo sujeto político plural y alternativo.
La insurgencia no está derrotada
militarmente aunque ha sufrido golpes significativos. En esta medida se inicia
el cuarto diálogo histórico entre las FARC y el Estado colombiano. Se ha dicho
en el acuerdo previo que ninguna de las partes se va a levantar de la mesa,
pero los antecedentes indican que el gobierno colombiano rompió las tres
experiencias anteriores y no sería raro que lo volviera a hacerlo, aunque
existen hoy algunos condicionantes políticos regionales y económicos nacionales
que imponen su concreción.
No ha sido fácil llegar a este
punto, más aun cuando el proceso está lleno de contradicciones entre un
gobierno que, respondiendo al establishment y a los intereses de los grandes
propietarios agrícolas ganaderos, apuesta a un rápido proceso que conduzca a la
"dejación de las armas" por parte de la guerrilla. Las Farc, como se
explicita en el discurso de Iván Marquez, son partidarios de una paz con
justicia social y democratización de la sociedad. Un logro importante que no
puede dejarse de lado son los cinco puntos puestos en la mesa de discusión:
desarrollo agrario integral, participación política, fin del conflicto,
solución al problema de las drogas ilícitas, víctimas y verdad. En otras palabras el proceso abierto plantea
la posibilidad de erradicar las causas económicas, políticas y sociales del
conflicto así como la eventualidad de alcanzar un nuevo contrato social que
rompa con el statu quo imperante y construya una democracia diferente. En esta
disputa es donde pretenden colarse las organizaciones sociales urbanas,
campesinas e indígenas planteando sus reivindicaciones sectoriales. Al decir de
los analistas políticos se respira un nuevo ambiente político en el marco de
las contradicciones capital trabajo y de la aceleración de las luchas de
resistencia desde abajo ante una economía de mercado que sigue haciendo
estragos en la población. El proceso de paz es también la derrota política de
los sectores más belicistas y reaccionarios de la sociedad colombiana, entre
ellos el ex-presidente Uribe, hoy sin poder suficiente para seguir jugando las
cartas de la guerra.
En este momento Colombia es el
tercer país del mundo en recibir ayuda financiera de los EEUU para la guerra, solo
superada por Israel y Egipto. Incluso en algunos rubros se encuentra en primer
lugar, por ejemplo, en términos de preparación de la oficialidad media y alta
en contrainsurgencia. En los últimos diez años algunos estudiosos calculan que
solo en los dos mandatos de Alvaro Uribe (2002-2010), el Estado colombiano
gastó U$S 100.000 millones en la guerra. Eso ha mantenido el curso de la guerra
que el Estado colombiano no puede ganar en términos militares de manera
directa, habiendo recurrido a una política de ablandamiento de la insurgencia y
de sus bases sociales mediante bombardeos y con la guerra interna en todos los
niveles, buscando crear las condiciones que obliguen a dialogar a una
insurgencia contenida y debilitada.
En el discurso inicial Iván Marquez,
vocero de la guerrilla, señaló que era necesario examinar dos de las llamadas
locomotoras de la administración Santos: el desarrollo rural y la gran minería.
La primera hace a la enorme desigualdad en la posesión de la tierra con solo
dos millones de hectáreas para la agricultura en un país que importa 10
millones de toneladas en alimentos y ha producido cuatro millones de
desplazados por la guerra. Y la gran minería, que según Márquez, operada por
las multinacionales mineras, reciben más de 30 millones de hectáreas de las 114
millones que posee el país para una explotación que no se compadece con el
medio ambiente. Toda una radiografía política de los límites del acuerdo. Si
Uribe representa a los latifundistas del campo, Santos se muestra más cercano a
los intereses agro-mineros y financieros.
Recuperando la vieja inversión
trontiana, las conversaciones de paz lanzadas por el gobierno colombiano deben
ser interpretadas como la consecuencia directa de las luchas de resistencia de
los campesinos, indígenas y movimientos estudiantiles y urbanos colombianos,
FARC incluidas, desarrolladas en los últimos tiempos. No se trata de una
concesión del presidente colombiano Santos ni de Obama; mucho menos de los
sectores más guerreristas y reaccionarios colombianos. Se trata de un proceso
que tiene sus antecedentes más inmediatos en la larga marcha sobre Bogotá
iniciada por los indígenas nasa desde el Cauca conocida como la Minga[1] Social
y Comunitaria de 2008, en las iniciativas ciudadanas y sociales de la Marcha
Patrótica de 2010, en el Congreso de los Pueblos de 2011, en las luchas urbanas
y estudiantiles desplegadas en las más importantes ciudades colombianas; en fin
en los múltiples solicitudes por la Paz promovidas desde hace ya largo tiempo.
Estamos frente a un proceso que excede largamente a la lucha de las FARC. La
insurgencia armada y la rebeldía social y política no armada han sido una
respuesta político-social a la cruel realidad nacional, a la guerra sucia
integral; guerra de Estado, de la clase dominante, del poder imperial y las
mafias asociadas a esas fuerzas.
Al compás de las conversaciones
y de las resistencias urbanas y territoriales, se plantea también la
posibilidad para una reconfiguración de la izquierda colombiana. Colombia se
encuentra frente a la oportunidad inédita de incorporar al proceso lanzado las
demandas que históricamente acompañaron los movimientos por la paz así como las
de aquellos movimientos y organizaciones populares que desde hace años demandan
la finalización del conflicto armado. Se trata de uno de los países más
desiguales e injustos del mundo. Esa desigualdad está vinculada principalmente
con la distribución de la propiedad territorial. Un exiguo porcentaje de
grandes propietarios, 0,4 %, acaparan el 64% de la tierra de un país donde
miles de campesinos no tienen acceso a la tierra por haber sido despojados de
ella. Este es el punto neurálgico del conflicto colombiano. Se puede afirmar
que la guerra prolongada ha sido una guerra librada en torno de la propiedad de
la tierra, a su defensa por los grandes terratenientes apoyados por el Estado
que han formado ejércitos particulares conocidos a nivel internacional con el
nombre de paramilitares, cuya función ha sido defender los intereses de los
grandes propietarios. Estos, junto al Estado colombiano y la asesoría directa
de EE. UU., han formado este ejército paralelo. Simultáneamente el logro de la
paz significará para los 3 millones de trasplantados, debido a la guerra, la
posibilidad del regreso a sus tierras originarias.
Debemos reconocer también que
la sociedad colombiana ha cambiado en estos últimos treinta años, dejando de
ser aquella sociedad con fuerte predominio agrícola campesina para pasar a ser
una sociedad con fuerte concentración urbana de la mano del crecimiento de las nuevas chimeneas urbanas
adaptadas a la globalización imperante. Y donde también se manifiesta aquella
crisis de la política cuestionadora de la representatividad política: ya no
gobiernan ni los conservadores ni los liberales, tradicionales partidos en
decadencia que han diluido lentamente su influencia. Igual camino sigue el
Partido de la U al que pertenece Uribe y Santos. En ese contexto han crecido
los movimientos sociales urbanos cuya principal demanda ya no es la tierra,
sino la vivienda, la salud, la educación, el transporte público; en fin, una
vida urbana digna. Se trata de sectores que a pesar de no verse directamente
afectados por la guerra, en razón de su actividad urbana, desean igualmente el
fin del conflicto.
La Mesa de Oslo se ajusta a una
iniciativa que debilita las posiciones guerreristas nacionales del
ex-presidente Uribe y sus aliados, y que, al mismo tiempo, revaloriza los
espacios de democracia y de resistencia en la región. No solo se trata de la
posibilidad de integración de las FARC a
una vida política "de cielo abierto" sino también del protagonismo
que las diferentes organizaciones sociales campesinas, indígenas podrían asumir
en el proceso de paz abriendo el camino hacia una democracia radical.
Así en los últimos años, al
lado de las seculares reivindicaciones salariales, de estabilidad laboral, de
acceso a la tierra y por mejores servicios públicos domiciliarios y sociales,
se han sumado otras demandas como la defensa de los derechos humanos, la
búsqueda de la paz, el debate sobre el modelo económico, las políticas de
recursos naturales y de privatizaciones, y algunas peticiones que reclaman
especificidades étnicas, generacionales y de género. Lo anterior significa que
Colombia sigue siendo un país en donde la gente resiste a las carencias
materiales y sobre todo a la pésima distribución del ingreso, habiendo
incorporado en forma creciente a la agenda de sus luchas demandas políticas o
culturales, algunas de las cuales se explican por la guerra interna, mientras
otras responden a fenómenos locales y globales de modificación de las
necesidades y derechos, y por ende de las identidades colectivas.
En ese contexto resultan
lógicas las presiones de los distintos movimientos sociales que pujan
legítimamente por participar en la mesa de negociaciones, más allá de la
insurgencia armada, volviendo la mesa de negociaciones incluyente, con
participación de quienes desde diversos escenarios y regiones han venido contribuyendo
al objetivo de la paz; consensuando entre ellos las propuestas y temáticas
concretas, lo que se ha dado en llamar una “agenda social”, expresión de las
reivindicaciones de los diferentes sectores sociales. En los últimos tiempos se
nuclearon en lo que se dio en llamar la Ruta Social Común para la Paz donde
participan y apoyan movimientos de víctimas, las organizaciones estudiantiles,
sectores de los trabajadores, Colombianos y Colombianas para la Paz, la Marcha
Patriótica, la Red de Iniciativas de Paz desde la Base, el Congreso de los
Pueblos, la Coalición de Movimientos Sociales de Colombia. Un variopinto de
organizaciones sociales. El Gobierno ha propuesto que la integración de los
movimientos al diálogo se realice a través del Consejo Nacional de Paz, figura institucional, no autónoma y
supeditada al poder, donde incluso están representados los empresarios.
Pero el gobierno colombiano está
interesado también en impulsar la paz presionado por dos circunstancias
fundamentales, una regional y otra nacional. En los últimos años el ambiente
geopolítico de América del Sur ha cambiado sustancialmente con el
fortalecimiento del UNASUR, la creación del CELA, la integración
latinoamericana de Cuba, así como la impronta particular que le da Chavez a la
región, confirmada por su última reelección. En ese contexto el gobierno más
derechista del continente se ve obligado a generar políticas de nuevo tipo que
allanen el camino en términos de las alianzas, pactos y acuerdos económicos que
se están firmando en América Latina. Las clases dominantes colombianas no
quieren quedar al margen de los procesos de integración y ven que la guerra es
un obstáculo en términos regionales.
Un segundo determinante, es el bloque
de países del Pacífico latinoamericanos con los cuales los Estados Unidos
tienen TLC vigentes (México, Colombia Perú y Chile) creado por la diplomacia
estadounidense como contrapeso al bloque de países democráticos y progresistas
de América Latina. Se trata de países con los que el Estado colombiano está
también por firmar Tratados de Libre Comercio (TLC). Sin embargo hay otros TLC,
también importantes, en curso con EEUU, Unión Europea, Costa Rica y Corea del
Sur. Los países contraparte de estos tratados exigen un ingreso seguro a los
territorios para realizar nuevas inversiones extractivistas. La persistencia de
la guerra y la presencia de la guerrilla en estas geografías del suelo
colombiano ahuyentan toda inversión posible. Esto explica la necesidad de
diálogos de paz. El tiempo dirá si esta vez las conversaciones llegan a buen
puerto.
Aunque Colombia no ha sido un país
minero de la magnitud de Chile o aun de Perú, sus clases dominantes, fiel a su
pasado dependiente y colonial recrean en estos días toda su aptitud rentística
a partir de los proyectos oficiales de convertir a Colombia en un nuevo país
minero. En efecto, el gobierno ha puesto en marcha una búsqueda territorial con
el objeto de localizar las existencias minerales para luego otorgarles a las
multinacionales la licencia para su explotación
de las riquezas minerales. Esta determinación ha derivado en un loteo minero
del territorio a la búsqueda de carbón, níquel, oro, coltán, petróleo y toda
reserva productiva que pudiera existir.
El presidente Santos anunció en la
cumbre internacional ambiental Río+20 Santos la creación de áreas estratégicas
mineras en más de 17 millones de hectáreas en gran parte de la Amazonia donde
viven 56 de los 102 pueblos indígenas que hay en Colombia, muchos de ellos con
poblaciones diezmadas. En la parte amazónica donde se hará la reserva minera
hay 70 resguardos indígenas. Según Julio César Estrada de la Organización de
Pueblos Indígenas de la Amazonía, los indígenas no están preparados para la
entrada de la minería a gran escala al territorio porque con la minería “llegan
las rupturas entre la comunidad indígena y también la prostitución, el
alcoholismo y la drogadicción”.
En todos los casos el gobierno exalta
la importancia de la inversión de capital extranjero para permitir el
“desarrollo” de los territorios y para que sus habitantes salten del “atraso” a
la “civilización”. La política neo
desarrollista colombiana sigue a las políticas desarrollistas latinoamericanas,
aún las de los propios gobiernos progresistas.
Pero las inversiones extranjeras en
explotaciones naturales, suelo, minería, petróleo así como las licencias
ecológicas necesarias conducirán inevitablemente al tema de la propiedad del
suelo, y es aquí donde los movimientos campesinos e indígenas pueden plantar
una resistencia constituyente que vaya más allá de la simple propiedad privada
reconocida en la Constitución. Su productividad política será tal si son
capaces de provocar practicas instituyentes asociadas al reconocimiento de las
otras formas de propiedad de la tierra como la indígena, la afro, la
comunitaria, la pública, la mixta, la comunal, la municipal, la cooperativa ,
el subsuelo nacional, y que no están explicitadas en leyes específicas o
reglamentos de la Constitución, aunque reconocidas en la Constitución del 91.
Que violenten la constitución formal recreando caminos de una constitución
material de nuevo tipo en oposición toda práctica gubernamental alejada de la
dinámica constituyente de los movimientos. Esta apuesta política no solo
cuestiona el núcleo duro de la política agraria, sino que simultáneamente puede
convertirse en una consigna aglutinadora de los movimientos campesinos e
indígenas que deberán tender puentes de acercamiento con los movimientos
urbanos si se trata de presionar y resistir las políticas de exclusión.
El desafío es romper el
encorsetamiento que plantea el gobierno asumiendo con audacia y movilización el
nuevo proceso de paz en el supuesto que sólo la presión de la resistencia será
la determinante para la magnitud de los cambios. La subjetividad colectiva no puede
mantenerse impávida o indolente frente al proceso de paz. Las alternativas en
juego son: o se alcanza la recomposición del régimen político imperante bajo la
lógica imperial del capital, o los alcances de la paz afianzan la recomposición
de una izquierda múltiple y plural capaz de construir nuevos espacios políticos
de acuerdos y horizontes de lucha.
Publicado
en Política y Común, http://www.politicaycomun.com/
NOTAS
[1] La minga (reunión) es una vieja tradición
indígena referida a una manera de participar y construir “caminar juntos,
pensar juntos, construir juntos, unirse para defender los derechos legítimos y
constitucionales de los pueblos es la razón de ser de la minga”.
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