domingo, 1 de abril de 2012


Comunistas como nosotros
Sergio Fiedler
(Chile)


“El movimiento del comunismo no progresa linealmente, es un camino duro y lleno de peligros, un padecimiento, una divagación, un extravío, una búsqueda de la tierra prometida, lleno de trágicas interrupciones, bullente, repleto de saltos, explosiones, promesas solitarias, discontinuamente cargado de la conciencia de la luz”.  
Ernst Bloch

“He preferido hablar de cosas imposibles, porque de lo posible se sabe demasiado”
 Silvio Rodríguez


Preliminar
            La pasión del comunismo es una pasión por la memoria pero también por los riesgos imprevistos de la interpretación. Quizá jamás haya existido una idea cuyo significado haya infundido tanto temor, inspiración, debate y conflicto como el comunismo lo ha hecho en los últimos cien años. Mientras que el fascismo sólo evoca imágenes de terror y discriminación; la idea de comunismo está asociada, de manera paradójica, tanto con el control dictatorial como con el proyecto ilustrado de la liberación humana. Tal como lo señalara perspicazmente una victima de los horrores de los campos de concentración Nazi como Primo Levy, no importa cuan horrorosa haya sido la experiencia “oficial” del comunismo, aún somos capaces retener una imagen de éste que no guarde relación con el genocidio y la represión totalitaria. De acuerdo con Slavoj Žižek, aún, si aceptásemos el cuestionable argumento liberal de que todo comunismo termina inevitablemente en una dictadura estalinista, todavía sería posible hacerlo perdurar como un proyecto de emancipación que nunca cumplió su promesa, fracasando de manera espeluznante en el terreno de su implementación práctica. El fascismo, muy por el contrario, representa el horror mismo, no es posible de imaginarlo sin pensar en una forma de maldad radical y sistémica que ha triunfado de manera rotunda, en demasiadas, ocasiones a lo largo de la historia del Siglo XX. El fascismo cumple todas sus promesas; la discriminación y el terror son componentes tan substanciales de su ideología, que es imposible que exista una brecha entre su teoría y su práctica. No es el caso del comunismo.  Con una historia repleta de sentidos sedimentados, de quiebres e inestabilidades políticas, el comunismo como concepto ha adquirido una identidad elusiva y espectral, transformándose en un referente que sugiere definiciones mucho más provocadoras e imaginativas que las transmitidas por el fascismo.
            Como el comunismo, el siguiente texto ha tenido varias versiones e involucrado un proceso de escritura que se extiende por ya varios años sin llegar a una conclusión definitiva hasta hoy. Como texto en construcción, ha sido una pausada e interrumpida colección de trazos del pensamiento de otros, que en su agenciamiento escritural han devenido en pensamientos propios. La atención que autores como Negri, Hardt, Zizek y Badiou entre otros,  le han prestado con tanta insistencia a la idea de comunismo en diferentes textos y conferencias recientemente, ha gatillado un movimiento en el pensamiento político que sacude los consensos académicos.
            Este texto busca recobrar algunos momentos significativos de la propuesta de estos autores, siempre en el intento de encontrar una trayectoria de escritura y reflexión que nos sean propias de acuerdo al territorio de sentido donde nos ubicamos.


Performatividad
            Hoy más que nunca nombrar la palabra comunismo escandaliza, y el escándalo tiene varios mantos complejidad. Aquellos que hoy se atreven a llamarse a si mismos “comunistas” no sólo están éticamente obligados a dar cuenta del hecho que el comunismo ha sido asociado con los horrores de la represión estatal, sino hacer frente a un estado de cosas donde el comunismo mismo ha sido declarado definitivamente muerto por la elite neo-liberal del nuevo capitalismo globalizado. Aún más preocupante es el hecho que muchos de los intelectuales y activistas izquierdistas pareciesen compartir, sin cuestionamiento, esta problematización del comunismo hecha por sus enemigos, identificando el término directamente con el partido que lleva su nombre o el fracaso de la experiencia soviética.
            ¿Pero por qué hoy los revolucionarios deben mantener un cariño porfiado por la noción de comunismo tanto a nivel de significado como de significante?
La necesidad de este apego a la palabra “comunismo” emerge del urgente imperativo de encarar el conservadurismo político e intelectual inherente de este período con un acto teórico que a la vez sea un acto ético de resistencia y militancia. Una de las características ideológicas del actual consenso neo-liberal es el hecho que cualquier forma de planteamiento revolucionario es rápidamente repudiada como una fantasía delirante, mientras se acepta al capitalismo globalizado como la única realidad posible y deseable. Comenzar a hablar de comunismo nuevamente es parte del intento político e intelectual de alterar substancialmente la relación de fuerzas vigente en nuestra sociedad, de manera que, como protagonistas de un eventual movimiento anti-capitalista, podamos imaginar un mundo que se encuentre más allá de las limitadas opciones políticas que nos ofrece el orden simbólico-lingüístico hoy imperante. Si bien podemos abandonar cómodamente la palabra “comunismo” e inventar otras nuevas para definir un proyecto de transformación revolucionario, no estaríamos más que eludiendo el hecho de que la lucha política está indisolublemente atada a una semiótica del poder a partir de la cual la enunciación se convierte en espacio donde la disputa por el sentido se vuelve ontológicamente irrenunciable.
            Uno de los mecanismos para provocar este giro semiótico-político es efectivamente recurrir al poder performativo de lo injurioso, lo excesivo y lo imposible, donde la posición menos razonable se transforma en la única garantía de sobrevivencia del acto ético. Precisamente porque afirmar hoy abiertamente que se es un comunista es caer fuera de los términos de referencia del actual orden simbólico -y desde donde  se constituye la realidad naturalizada del capitalismo como única realidad posible- es que no hay significante que mejor encarne el sentido de este exceso ético que el término “comunismo”. ¿Cómo puede haber alguien que se atreva a identificarse con el comunismo sin a la vez infringir cierto entendimiento hegemónico compartido tanto por las derechas como por las izquierdas “oficiales”?  ¿Cómo atreverse a abrazar una idea que no sólo se asocia al terror político, sino con un terror que nunca tuvo la eficacia del terror aplicado por el capitalismo como base de su propia incepción y desarrollo?
            El comunismo es el nombre propio que le hemos dado a lo imposible. Como sostiene Žižek en clave lacaniana, desde un punto de vista revolucionario como, de hecho, desde el punto de vista de la política “propiamente tal”, lo verdaderamente Real siempre se ubica dentro de lo imposible. Bajo esta mirada, el comunismo se transforma en la enunciación de un exceso semántico y performativo, donde se reconoce a la palabra como una dimensión directa de las relaciones de poder, contribuyendo a transformar el campo de significación de lo que es considerado políticamente correcto y posible. Esta no ha sido una práctica intelectual y política ajena a los grandes pensadores-activistas del Siglo XX como Lenin y Foucault, y es reconocida entre ciertos círculos de revolucionarios como la táctica de “doblar la vara”. Cuando la vara esta doblada para el lado equivocado como es el caso de hoy en día, es necesario, con el objeto de colocar el mundo en su lugar correcto, tomar la vara y doblarla fuertemente en la dirección opuesta hasta que ésta quede derecha. Doblando la vara es posible hacer salir del closet a una dimensión del conocimiento que los intelectuales positivistas a menudo no se sienten preparados a reconocer: que la efectividad de decir la verdad tiene una existencia histórica y política, lo que significa que “tras la relación entre simples ideas existen relaciones de fuerza, las cuales colocan ciertas ideas en el poder y otras ideas bajo sumisión”. Dentro del espíritu de esta contienda, restablecer el comunismo como posibilidad no es sólo el intento de reclamarse de un principio de acción, sino que también usar su significante como provocación, como un arma simbólica para destruir la sumisión de la palabra, y de esta manera generar un pensamiento político en un mundo donde la política misma ha sido censurada por el abandono liberal y postmoderno de las narrativas emancipatorias.
             Žižek sostiene que la impugnación de totalitarismo hecha al comunismo por los demócratas liberales ha demostrado ser el mejor antídoto para ayudar a mantener “el cuerpo social en buena salud política e ideológica”. La noción de totalitarismo propuesta por los demócratas liberales se ha transformado en un subterfugio para no involucrarse en una acción y un pensamiento político genuinamente radical. Cada vez que manifestantes anti-capitalistas deciden interrumpir con su movilización las reuniones cumbre organizadas por las instituciones reguladoras del capitalismo globalizado como el APEC o la OMC, los políticos, la policía y los medios de comunicación suelen apelar a los valores de la democracia liberal, etiquetando a los manifestantes como “anti-democráticos” por atentar contra “la libertad de expresión” y “el derecho a reunión” de aquellos que son los más ricos y poderosos del mundo. Aún más, según Žižek, durante la consolidación del poder neo-liberal en los últimos veinte años, la noción de totalitarismo se ha convertido en una especie de acusación sumaria por parte del liberalismo democrático en contra de los que piensan y actuan inspirados por un proyecto político que se oponga al capitalismo existente. Los demócratas liberales acusan encolerizados “no importa qué tan diferente la extrema izquierda es de la extrema derecha, los extremos siempre se juntan en la política del terror”. Desde esta mirada, tanto el comunismo como el fascismo –y quizá ahora el fundamentalismo islámico- conforman el mismo tipo de amenaza a la democracia. Si bien es cierto que el liberalismo democrático se presenta a menudo como una corriente hostil a las desigualdades económicas de nuestra sociedad y están más que felices de condenar las injusticias y guerras del capitalismo, jamás apoyan ningún tipo de acción demasiado radical contra el sistema, prefiriendo denunciar las iniciativas revolucionarias como una potencial utopía sobre la cual se levantará un nuevo totalitarismo. El problema, argumenta Žižek, es el hecho que, en los últimos veinte años de globalismo neo-liberal, esta postura ha fallado rotundamente en evitar el desarrollo de los horrores totalitarios que clama rechazar. Al reducir lo político simplemente a la práctica pragmática de lo posible, el liberalismo democrático crea las condiciones para que el totalitarismo emerja sin oposición. Al rechazar un proyecto emancipatorio revolucionario y etiquetarlo de “totalitario”, los pragmáticos del liberalismo democrático se quedan sin ninguna otra alternativa que limitar la acción política a la maniobra oportunista dentro la matriz del sistema de dominación, socavando a su vez las únicas fuerzas sociales y políticas que son genuinamente capaces de contrarrestar a los emergentes neo-totalitarismos, como los de George Bush y el fundamentalismo religioso.
            El primer pensamiento que muchos tuvimos cuando vimos las torres gemelas colapsando, y luego escuchamos la retórica pesadamente familiar de la “guerra contra el terrorismo”, fue: ¡qué seguro era el mundo cuando manteníamos una conversación con la otredad del comunismo! No importa cuánto, durante el curso del Siglo XX, la idea de comunismo haya sido identificada con la represión estalinista, ésta también fue la encarnación de la lucha contra el fascismo y las injusticias del mercado. No se trata de desempolvar el modelo soviético, sino de volver a proponer el comunismo como movimiento social que inspiró la imaginación de millones y millones de activistas y revolucionarios y, ofreció una barrera de contención política altamente efectivo a la guerra y al terror.  No hablo de problemático legado del comunismo “oficial”, sino la actividad comunista y auto-gestionada de la multitud en diferentes latitudes del planeta. En léxico lacaniano, si bien que a nivel de lo Simbólico el bloque soviético se vanaglorió de hacer del comunismo una sociedad en construcción, oculto tras este proceso de simbolización estalinistas estaba la herida innombrable de lo Real, por cuanto la palabra revolucionaria era a su vez sangrientamente enmudecida, y el comunismo aprisionado en la camisa de fuerza de la propiedad estatal y de la guerra fría, permitiéndole así al capitalismo de estado soviético repartirse el mundo a tajadas con el capitalismo occidental.


Eternidad
            El razonamiento detrás de la defensa del comunismo, que se reclama como nuestro, se distancia sin embargo de la postura habitual de muchos marxistas anti-estalinistas de occidente quienes sostienen que, al constituirse los “socialismos reales” como sociedades de clases altamente burocratizadas, lo que realmente murió no fue el comunismo, sino otra forma del capitalismo. De hecho, para estos marxistas la idea del comunismo jamás ha sido alcanzada en términos prácticos. Lo que quisiera sostener aquí es precisamente lo opuesto: que más allá de toda la propaganda y distorsiones impuestas sobre su significante por los sospechosos de siempre, el comunismo en efecto siempre ha existido, no en la forma de un partido o un estado, sino más bien en el las formas de vida comunitaria y auto-valorización colectiva sobre las que ha descansado la revuelta igualitaria de los oprimidos a lo largo de la historia, y que han sido ocultadas y reprimidas por las relaciones de producción del capitalismo histórico, tanto a nivel simbólico como económico. Esto es lo que Žižek llama la “idea eterna del comunismo”  y que Badiou en su libro La Hipótesis Comunista  recobra como un ideal regulador de orden Kantiano que a guíar nuestro accionar político y actualizarse a sí mismo por medio de su propia praxis transformadora. Es decir: la idea de comunismo sólo puede existir por medio de la actividad política concreta auto-dirigida de sujetos que son parte de un sensorium cotidiano compartido.
            Desde este punto de vista, el comunismo no es tan sólo una idea sino una forma de vida colectiva que entra en acción a partir de la afirmación de lo común. De acuerdo con Michael Hardt, lo común se refiere en primer lugar a la tierra y todos los recursos materiales relacionada con ella como el suelo agrícola, los bosques, las aguas, el aire entre mucho otros, pero también a los resultados de la actividad o el trabajo humano como la cooperación, el lenguaje, el saber, la comunicación y los afectos. El comunismo es el un movimiento que busca defender y recobrar esa riqueza común de los diferentes escenarios de privatización que han caracterizado el curso histórico del capitalismo, defensa y recuperación que por cierto han abierto la posibilidad, en diferentes tiempos y espacios, de una producción de subjetividad que implique otras maneras posibles de vivir y estar en el mundo. Hay una lógica y una ética comunista que antecede históricamente a la Unión Soviética y al propio Marx, incluso a la modernidad misma. Ya el célebre historiador inglés E.P. Thompson señaló las múltiples maneras en que la multitud trabajadora pre-industrial funcionaba bajo normas de acción y reciprocidad colectiva basadas en mantención de lo común. Estas correspondían a lo que Thompson llamaba –la economía moral de la muchedumbre, donde la fuerza consuetudinaria de las costumbres y la tradición salvaguardan el uso compartido de la tierra y los recursos económicos, ofreciendo una barrera de resistencia a la continua privatización de los medios de producción impuesta por el colonialismo y el emergente capitalismo industrial. La lógica comunista de la historia no emerge, por lo tanto, como un programa político cuidadosamente definido, sino como una modalidad de comportamientos colectivos que autónomamente defendían el derecho común en contra del derecho privado, las necesidades humanas en contra de la ganancia, y una ética del goce en contra de la ética del trabajo. Los ejemplos son muchos: el derecho ancestral indígena, las primeras comunidades cristianas, las comunas piratas en las islas del Caribe, las respuestas heréticas y milenarias al poder de la iglesia y el Estado durante la Edad Media y la modernidad temprana. Enraizadas en fortísimos imaginarios religiosos y morales, estas formas de propiedad comunista de alguna manera pusieron trabas al génesis del capitalismo moderno, contextualizando políticamente su desarrollo, de manera que la transición al nuevo modo de producción nunca estuvo completamente garantizada sin que las clases dominantes expandieran su poder militar, legal e ideológico para aplacar la resistencia de lo común.
            Citando la experiencia del maoísmo en China como del Mayo del 68, Badiou explica, sin embargo, que el fracaso de la experiencia comunista “oficial” no puede disociarse del problema de recuperar este comunismo histórico. En su opinión, la revolución rusa, mexicana, española, china y cubana deben mantenerse como un fundamento central de una re-emergente política comunista. Debe ser así no porque las sociedades post-revolucionarias que brotaron de ellas tengan necesariamente características que valga la pena defender y promover, sino más bien porque -como nuevos comunistas- estamos obligados a reconocer en lo que estas revoluciones, en su devenir y fracaso histórico, pudieron haberse transformado. Esto es el reconocimiento de lo que Žižek llama –evocando a Walter Benjamín-  la “mirada revolucionaria”, la cual entiende la lógica “del acto revolucionario actual como la dimensión redentora de los fallidos intentos emancipatorios del pasado”. En otras palabras, mantener una postura revolucionaria no es decir que el verdadero comunismo no tuvo nada que ver con la “experiencia oficial” de éste, sino con el vislumbrar, descubrir y abrazar lo que estaba “ausente” o silenciado dentro de esa “experiencia oficial”: el potencial revolucionario que fue derrotado y perdido.


Espectralidad
            Sin duda alguna que han sido las propias clases dominantes las primeras que han reconocido el potencial comunista que existe dentro de los mismos antagonismos de clases sobre los cuales se levanta, transforma y tambalea el régimen de propiedad capitalista. En cierta medida, la historia del comunismo ha sido la historia de su demonización y des-identificación ideológica por parte de las elites dominantes del mundo capitalista. No obstante sería un error entender esta historia simplemente como propaganda anti-comunista. Hablamos más bien de una compleja operación discursiva donde el repudio y el temor de las clases dominantes por el comunismo es el contrapunto ideológico de su poderosa presencia. Usando el lenguaje del situacionismo, podríamos afirmar que el secreto de la demonización del comunismo dentro del espectáculo capitalista sólo ocurre al separar el contenido de su representación, y transformar esta última en mera apariencia. Para la elite, ésta ha sido la apariencia aterradora de un monstruo, uno que en su misma vaciedad disfruta de un poder sobrenatural. Cómo no recordar las primeras líneas del Manifiesto Comunista, cuando Marx y Engels describen el marco mental de la burguesía europea de  mediados del Siglo XIX:

“Un espectro espanta a Europa, el espectro del comunismo. Todos los poderes de la vieja Europa han entrado en santa alianza para exorcizar el espectro”.

            Desde una perspectiva psicoanalítica, la percepción burguesa del comunismo equivale al horror provocado por lo que Freud define como “lo siniestro”. Lo siniestro  expresa la angustia infantil de la clase capitalista ante la posibilidad de hacerse por fin responsable por el momento caótico y traumático de su origen como clase poseedora, cuando por medio de la acumulación originaria, una multitud trabajadora fue aplastada y desposeída de los espacios y recursos compartidos de lo común para garantizar la emergencia del capitalismo moderno. El espectro del comunismo encarna el retorno de lo reprimido, la otredad monstruosa pero Real de la multitud que regresa a resolver y cerrar la separación y el antagonismo creados en el momento original de su desarraigo. Entonces, cuando los neo-liberales insisten que el comunismo ha muerto, no dicen nada verdaderamente nuevo. Si interpretáramos la metáfora marxista del espectro del comunismo literalmente, es posible sugerir que, desde el punto de vista de los temores de la propia burguesía, el comunismo siempre ha sido entendido como una vida después de la vida. En el mundo simbólico del empresario burgués, el comunismo jamás ha existido como una entidad viva sino como resucitación fantasmal de un ser social que está ya muerto, como la figura aterradora de un muerto en vida: el espíritu de los muertos que se levantan desde bajo la superficie del status quo para espantar a sus asesino y devolver el mundo a su orden original. De ahí la necesidad ideológica de enunciar su muerte una y otra vez, como manera de exorcizar el espectro, y hacer desaparecer el cuerpo una vez más, para no dejar evidencia del crimen original y del trauma del antagonismo político del cual el comunismo es significante.
            El tránsito a la modernidad implicó la lucha descarnada entre dos formas de propiedad, lucha donde el comunismo se presenta como un espacio colectivo y moral resistiendo desde un “afuera” a las emergentes relaciones capitalistas de producción. Marx, sin embargo, introduce un giro radical a esta noción de comunismo. Si bien el emergente capitalismo derrota las formas de vida construidas a partir de la riqueza común por medio de la privatización de esta última, Marx sostiene que el nuevo modo de producción crea las condiciones económicas y sociales para la emergencia de  un nuevo comunismo. Marx remueve  el concepto de comunismo del reino trascendental de la utopía y la moral tan propio de la sociedad tradicional, y lo ubica derechamente en el campo de la acción política de la modernidad. Esto involucra tomar en cuenta la materialidad del proceso revolucionario e investigar las condiciones sociales e históricas que hacen la acción comunista posible. Ahora el comunismo deja de ser un “afuera” y se convierte en un “adentro”. Para Marx, el comunismo emerge inmanentemente, desde el interior de la dinámica antagonista del capitalismo. No tan sólo se refiere por lo tanto al retorno del momento traumático de la acumulación originaria, sino a la incorporación del trauma mismo como palanca de la crisis y la expansión capitalista. El temor a la espectralidad del comunismo es precisamente el motor que estimula a la burguesía a modernizarse. En la medida que el capital empuja el desarrollo de las fuerzas productivas de manera que la cooperación y nuevas formas de lo común ocupan un lugar cada vez más significativo en el proceso de producción, va también proporcionando nuevas herramientas para la emergencia de iniciativas anti-capitalistas. Con el crecimiento de la resistencia y el potencial comunista, el momento traumático de la acumulación originaria necesita repetirse constantemente como mecanismo de bloqueo de cualquier curso de autonomía y desterritorialización revolucionaria que reúna fuerzas dentro de ese proceso de producción social. Esto significa que las fuerzas de producción y cooperación basadas en lo común necesitan permanecer firmemente bajo el comando capitalista, mientras nuevos procesos de colonización y privatización se llevan a cabo con el objeto que el comunismo no se transforme de potencialidad espectral en realidad.
            Ciertamente que la Teoría de Valor desarrollada por Marx en el primer volumen de El Capital proporciona algunas claves conceptuales para comprender el proceso material y a la vez ideológico del fetichismo económico por medio del cual el comunismo ocupa un lugar espectral dentro de la propia relación capitalista. En su disección del valor entre valor de cambio y valor de uso, Marx se refiere a este último como la valoración de un objeto de acuerdo a su propiedades o utilidad. El capitalismo está sin embargo interesado en un objeto en tanto a valor de cambio o mercancía, o sea en la medida que pueda ser comercializado y genere ganancia para el capitalista. El valor de la mercancía por tanto no es definido por las propiedades del objeto sino por la abstracción del valor de cambio, abstracción que no sólo tiene el efecto ilusorio de borrar las cualidades materiales de la mercancía, incluyendo la fuerza de trabajo como valor de uso indispensable para su producción. La mercancía aparece ante los ojos del consumidor como un fetiche mágicamente generado por el proceso de intercambio comercial.
            A pesar de constituir la base material que hace posible la existencia del valor de cambio, el valor de uso ocupa un lugar de suplementaridad dentro de la relación capitalista en el sentido derridiano del término; o sea el valor de uso constituye el soporte que completa y otorga substancia material a la mercancía pero del que se prescinde simbólicamente como una instancia residual del proceso de valorización. Ahora si el movimiento de suplementaridad del valor de uso proporciona una referencia más primordial que el valor de cambio, el valor de uso a su vez no debe ser entendido como un término fundacional transparente y natural  al que se le estampa desde fuera el valor de cambio, sino una operación de constitución abierta y indefinida, cuya utilidad y función está ya culturalmente situada y asignada dentro de una economía de intercambios simbólicos que está marcada por los antagonismos de clase. Al fetichismo del valor de cambio se le suma entonces el fetichismo del valor de uso que procura aún mayor profundidad al primero. No obstante, en la relación de dependencia y antagonismo mutuo entre valor de cambio y valor de uso, el primero representa la identidad y el segundo el residuo de la diferenciación y la heterogeneidad que resiste desde dentro los anhelos unitarios del valor de cambio. Este residuo suplementario es la alteridad radical que evidencia la estructura de no-plenitud de la relación capitalista y por lo tanto desde donde potencialmente nos comienza hablar el comunismo. Dándole un giro deleuziano al argumento, el comunismo por lo tanto no corresponde a una totalidad utópica enfrentándose desde afuera a la totalidad capitalista, sino a una situación de virtualidad cuya estructura está completamente determinada al interior del antagonismo que encierra la mercancía y cuya actualización como potencial creativo depende en definitiva de la interrupción del acontecimiento o punto de fuga revolucionario.
            Walter Benjamin explicita esta posibilidad comunista de la mercancía en el Libro de los Pasajes cuando sostiene que la moda como incesante consumo de valores de uso es una demostración ambivalente tanto de la estética alienante de la cultura del consumo mercantil como del deseo utópico por la redención mesiánica encerrada en la promesa comunista de su objeto. Si bien los fetiches pasajeros de la moda, afirma el autor, son ciertamente signo de la cosificación de la historia, una historia sin historicidad que está sujeta al eterno devenir de lo nuevo como siempre-lo-mismo, también esos fetiches son la forma fantasiosa y onírica dentro de la que yace detenido el potencial revolucionario a la espera de ser activados por la acción política. En la dialéctica de la imagen desarrollada por Benjamin, el cuerpo fetichizado de la moda contiene la semilla de su propia redención, la que sólo se puede alcanzar empapándose de la frivolidad del mundo mercantil sin dejar a su vez de adoptar con respecto a ella, la posición críticamente distanciada e irónica del flaneur. Este distanciamiento crítico es la que nos permite descubrir que la relación residual que el valor de uso mantiene con el valor de cambio tiene un carácter heteroglósico: constituye una alteración de los códigos de equivalencia del valor de cambio que da expresión al signo de la necesidad pero en la forma refractad del deseo.
            Los procesos de fetichización mercantil provocan que el valor de uso de la fuerza de trabajo aparezca como un residuo fantásmico sin nombre propio, borrando ideológicamente todos los trazos de las energías corporales usadas por el trabajador en la producción de mercancías. El comunismo hace de este residuo el sujeto de la emancipación; la presencia fantasmal de la fuerza de trabajo opera permanentemente como una posibilidad de interrupción y subversión de la relación capitalista. El comunismo por lo tanto, lejos de ser la gran utopía  que nos espera al final de la historia, es una dinámica de acción colectiva y deconstrucción revolucionaria que ya está aquí, encarnada vívidamente en el trauma de los antagonismos de clase del presente, y que el capital se ocupa constantemente de reprimir y desplazar, de fantasmagórizar.




Multiplicidad
            Nuestro fantasma, sin embargo, es un cuerpo de carne y hueso; la comunidad potencial de la multitud. La definición ofrecida por Marx y Engels en la Ideología Alemana, algo ignorada por muchos marxistas, apunta precisamente a entender al comunismo desde la inmanencia de la relaciones de clase:

“El comunismo no es para nosotros un estado de cosas que ha de ser instaurado, un ideal al cual la realidad tendrá que ajustarse. Nosotros llamamos comunismo al movimiento real que busca abolir el presente estado de cosas. Las condiciones de este movimiento resulta de las premisas ahora existentes”.

            Lejos de haber una transición al comunismo, el comunismo es el devenir de la transición misma. ¿Qué quiere decir esto? Que el comunismo, como el “movimiento real que busca abolir el presente estado de cosas”, se refiere a aquellas formas pre-figurativas de relaciones sociales y organización colectiva que anticipan, dentro del entramado de contradicciones del propio sistema de explotación del trabajo, la abolición de la propiedad privada capitalista. Como lo señala Antonio Negri, la acción comunista no es sólo una función subversiva de desterritorialización operando al interior de toda relación social, sino también una actividad de constitución política a partir de la cual se crean nuevas formas de vida y estar en el mundo. Hay una lógica comunistas en todo movimiento que por medio de la materialidad de sus prácticas de rebelión y resistencia busque realizar en el aquí y ahora, los objetivos que la tan mentada “transición socialista” ha mantenido postergando ad finitud: la transformación de valores de cambio en valores de uso por medio de la actividad libre y asociativa de los productores, en otras palabras, la producción en común de lo común dirigida a despertar todos los potenciales y devenires del ser.
            El hecho que la clase capitalista sea quien controla los medios de producción no implica que la clase trabajadora permanezca en un estado permanente de subordinación. Desde el punto de vista de una metodología comunista, la totalidad del modo de producción capitalista está siempre internamente dividida por la diferencias entre las subjetividades antagónicas de clase que la constituyen como estructura, llevando dentro de sí la posibilidad constitutiva de la separación y la ruptura en la forma de proceso revolucionario. Si bien las categorías de la producción y el intercambio pueden aparecer desde el punto de vista de la teoría económica clásica como una unidad de determinaciones estructurales omnipresentes, dicha unidad es en los hechos el resultado dinámico de la interacción entre fuerzas subjetivas, y donde la potencia social de la fuerza de trabajo permanece siempre activa estableciendo un punto de discontinuidad y posible quiebre en su relación con el capital. Ahora, cabe señalar, que reconocer el peso de la subjetividad de clases dentro de relaciones que aparecen como objetivas no es hacer referencia una noción Kantiana de la subjetividad como manifestación trascendental de la conciencia y la razón en oposición al cuerpo y la pasión, sino como la composición de las poderes técnicos, intelectuales y afectivos que se produce en la relación entre los cuerpos que constituyen una clase social como tal. Dichos poderes son la base del accionar político y colectivo de los trabajadores y que a la vez los hace en agentes fundacionales del proceso productivo y la valorización económica de la que el capital depende para su reproducción. Las fuerzas corpóreas que el trabajador aporta a la producción, constituyen la base paradojal sobre las cuales se desarrolla la posibilidad permanente de separación y éxodo de la relación capitalista. Lo que bajo la dialéctica del capital aparece como una relación de unidad está en verdad intrínsecamente escindida por la propia praxis antagónica que lleva el cuerpo del trabajador dentro de la relación de clase que le da forma a su subjetividad.
            Mientras el capital dirige todos sus esfuerzos a incrementar la explotación del trabajador ya sea extendiendo el día de trabajo o aumentado la intensidad de la producción, y por esta vía incorporando las diferencias de clase dentro la unidad sintética de la Ley del Valor, los trabajadores buscan impedir que la alteridad y multiplicidad de sus corporalidades sean reducida a la pura condición de fuerza de trabajo por medio de una variedad de conductas individuales y colectivas de auto-valoración que tienden a desestabilizar la lógica explotadora del capital. La auto-valorización instala una inversión de lógica de relación capitalista que involucra ruptura, separación y constitución política que adquiere forma manifiesta en los grandes movimientos huelguísticos, insurreccionales y migratorios, así como también en aquellos comportamientos micro-políticos e informales como son el ausentismo laboral, la lentitud para llevar a cabo el trabajo, el hurto de herramientas y materiales de trabajo, etc.
            La valorización capitalista es el proceso por el cual el capital logra su expansión como resultado de la apropiación y acumulación de excedentes generados por el cuerpo de los trabajadores en el proceso de producir valores de cambio. Para el capital, la corporalidad existe sólo como un bien productor y consumidor de mercancías. Como lo señalara Adorno, el valor de cambio emerge como el término abstracto de equivalencia que existe entre dos objetos incomparables y que en el mercado toma la forma monetaria, desde ahí constituyéndose en la relación primordial por medio de la que el imperialismo de la identidad emerge en la historia humana. El proceso de auto-valorización impone una tendencia constituyente contrapuesta. Por medio de la auto-valorización, el cuerpo del trabajador busca recobrar tiempo, espacio, recursos y energías vitales de la que fuera despojado por las obligaciones del trabajo capitalista, llegando incluso a desestabilizar la gobernabilidad y la capacidad del capital para reducir sus fuerzas vitales a mera fuerza de trabajo.  La auto-valorización permite a la clase trabajadora poner en movimiento una multitud de atributos y necesidades que la constituyen y se manifiestan en una riqueza de deseos singulares, discursos y estados mentales inconscientes que no están tan sólo asociados con las condiciones de trabajo pero también con toda su existencia social y biológica como clase. El comunismo de este movimiento es el comunismo de la multiplicidad, la práctica de deconstrucción que inserta la diferencia dentro de la relación capitalista por medio de la auto-valorización como la negación de toda medida de intercambio, pero también como la afirmación de toda aquella pluralidad y creatividad social que no se puede subsumir por la identidad y que refiere al concepto de “valor de uso” como lo heterogéneo, lo cualitativo y lo corporal. Lo común es lo múltiple, lo plural-singular. El comunismo es por tanto la realización de la multilateridad del trabajo, o la realización del proletariado no como sujeto sino como una explosión de múltiples singularidades, como multitud.
            La rigidez de las luchas molares que el trabajo dirige contra el capital en ningún caso forman un obstáculo para el desarrollo singularidades que excedan los antagonismos de clase, ya sean de tipo sexual, étnicas, regionales o religiosas. La auto-valorización es antagonismo y la afirmación de la diferencia que es propia de la diversidad interna de la clase trabajadora. El éxodo y la resistencia de clase que ella implica no conforma un movimiento reactivo al capital sino la manifestación concreta de la búsqueda de nuevas modalidades de existencia. La multiplicidad es la que funda este devenir del ser, y el comunismo es el movimiento creativo por medio del cual el sujeto proletario actualiza su diferencia dentro de la relación capitalista, primero como antagonismo y luego como multiplicidad. La violencia de este movimiento es la violencia de la diferencia sobre la identidad impuesta por el capital sobre el trabajo. Dando un giro a las palabras de Derrida, podríamos señalar que la violencia del sujeto proletario es siempre una violencia ética mínima, la única manera de reprimir la peor de las violencias, de otra forma la posibilidad de la paz desaparecería por completo en la oscuridad de la noche.


Renta
            Hoy cuando el capitalismo ha devenido en biopolítico, dejando de ser un modo de producción y convirtiéndose en un modo de existencia donde los afectos, el intelecto y la performance del cuerpo se despliegan como nuevas fuerzas productivas, la “hipótesis comunista” adquiere un significado teórico y político particularmente potente. La emergencia del conocimiento y la comunicación como fuente y modo de producción has significado una profunda mutación de las formas de acumulación capitalista. Si bien durante el capitalismo industrial el conocimiento científico conformo una parte fundamental del desarrollo de las fuerzas productivas, también permaneció separado respecto a la subjetividad de los trabajadores, incluso desempeñando un papel fundamental como parte de las tecnologías disciplinarias que recaían sobre el cuerpo del trabajador. La separación entre capital constante o fijo (maquinarias) y capital variable (fuerza de trabajo) que imperaba en tales circunstancias hoy ha dejado de ser pertinente. Bajo el régimen del capitalismo cognitivo, la separación entre capital constante y capital variable es superada en la medida que más y más trabajadores agregan a su subjetividad los aspectos cognitivos que una vez incorporaban las maquinas como capital constante. El agenciamiento entre el trabajador y las nuevas tecnologías de información y comunicación (TICs) producen y reproduce un nuevo cuerpo y sujeto productivo que incorpora las funciones técnicas y de gestión que antes le estaban reservadas a un grupo específico de funcionarios e intelectuales (gerentes, diseñadores, publicistas), estableciendo un nuevo modo de relación con el capital, el que ahora se ve obligado a capturar tanto el proceso de producción de la subjetividad (por ejemplo, por medio de financialización de la educación) como las subjetividad como fuerza productiva (precarización del mercado laboral) desde fuera de la organización cooperativa del trabajo. Pensemos en el trabajo performático de facilitación de información sobre el mercado que realizan los trabajadores de los centros de llamados o call centres con sus funciones de simulación cuidadosamente monitoreadas, y que buscan ocultar el hecho que el trabajador que recibe la llamada rara vez se encuentra en el país del cliente que la hace. Aquí están en juego todas las dimensiones cognitivas y corporales de la subjetividad como las habilidades lingüísticas y competencias fonéticas, la concentración y la amabilidad, permitiendo así al trabajador (re)presentarse por un breve tiempo como un otro.
            Las funciones de coordinación y gestión que detentaba el capital devienen ahora superfluas, incluso parasitarias, apareciendo simplemente como otra forma de control despótico frente a una cooperación del trabajo que se disemina más allá de las paredes de la fábrica y adquiere la capacidad organizarse autónomamente. Lo común en este contexto guarda una relación directa con el conocimiento y comunicación como fuerzas organizadoras del proceso de cooperación productiva, cuya consecuencia más notable es que capital ya no organice ni controle de manera directa proceso de producción. Esto no significa que el trabajador se haya liberado del capital, en verdad las prácticas de explotación por parte de este último ahora toman formas aún más arbitrarias y despóticas. Sobre las nuevas bases cooperativas y cognitivas de lo común, se levantan nuevos procesos de acumulación cuyo objetivo es separar a los trabajadores de sus nuevos medios de producción y sus condiciones de trabajo con la misma violencia que tuvo la acumulación originaria, incluso reviviendo formas de apropiación de la riqueza que fueron propios de los modos de producción pre-capitalistas. Así es como hoy la explotación del trabajo y la acumulación de excedente ya no deben ser definidas en términos de la ganancia sino de la renta. Mientras que la ganancia se obtiene por medio la intervención/inversión directa de capitales en el proceso de producción, la renta es una modalidad de extracción de excedentes que se presenta en la forma de un título de crédito o propiedad sobre recursos materiales e inmateriales que permite controlar una parte del valor de éstos desde una posición de exterioridad respecto  a la producción. Transnacionales como McDonald, Nike, Levi-Strauss y GAP en otras, por ejemplo, enfocan sus planes estratégicos en la gestión de la marca, marketing y diseño, externalizando  muchas de sus funciones productivas por medio de franquicias o empresas subcontratistas que están realmente a cargo de la inversión de capitales así como de organizar y coordinar la producción final de la mercancía.  Aquí la ganancia deviene renta precisamente porque lo ingresos que las transnacionales obtienen de todo este proceso no proviene directamente de la participación en la producción sino del cobro por el derecho a usar la marca.
            La creciente centralidad de la renta se hace palpable con la hegemonía que ejerce el sector financiero sobre todo el ciclo económico, expansión que hace cada vez más difícil hacer la distinción entre la economía virtual y la economía real. Si bien  el capital financiero siempre tuvo un lugar importantísimo en el capitalismo del Siglo XX, este representaba sólo un momento del ciclo de movimiento del capital asociado con la circulación. Sin embargo, con la expansión de los múltiples dispositivos del crédito y de prestación previsional, las finanzas comienzan a colonizar todos los procesos de producción y reproducción de la cotidianidad de los sujetos, convirtiéndose en un pilar consustancial a la producción de bienes y servicios. Tanto el acceso a la educación, la vivienda, el vestuario, la entretención como un simple viaje semanal al supermercado, están dominados por los mecanismos crediticios impulsados por el sector financiero. Ni hablar del rol que han tenido los fondos de pensión y salud en la expansión del proceso de financiarización en los últimos veinte años.
            Al desaparecer la distinción entre capital fijo y variable, los procesos de inversión de capitales se centran en mecanismos de captación de valores producidos fuera de los procesos relacionados directamente con la esfera de la producción. Dichos mecanismos están constituidos, “junto a las tecnologías de información y comunicación (TIC), por un conjunto de sistemas organizativos inmateriales que extraen plusvalor siguiendo a los trabajadores en cada momento de su vida, con la consecuencia que la jornada laboral, el tiempo de trabajo vivo, se alarga y se intensifica” creando las bases para un extracción del valor que se amplía a la reproducción y distribución.
            El capital se ve forzado a incorporar métodos de control y gobernanza extra-económicos que limiten la autonomía social generada por la nueva producción de lo común. Por medio de la expansión y fortalecimiento de los derechos de propiedad intelectual a nivel global, las corporaciones del conocimiento – desde la universidad neo-liberal hasta la compañía de biotecnología- aspiran a la instauración de barreras que limiten los principios de gratuidad, reciprocidad, productividad y auto-valorización en red involucrados en el uso cooperativo del conocimiento y las nuevas tecnologías. Hoy todos los gobiernos que contraen entre sí acuerdos bi o multilaterales se ven en la obligación de controlar y a veces reprimir todas las formas de reproducción digital y electrónica que atenten contra el derecho de propiedad intelectual. Esto significa la supresión de todo tipo de piratería, restricciones al uso compartido de la fotocopia, limitaciones en el uso del software y material audiovisual en las instituciones educativas, control del material de sitios web, entre otras medidas. Los intentos de controlas la Internet por medio de formas privatización que restringen el acceso al uso mercantil de lo común demuestra como las relaciones capitalistas se interponen en el desarrollo de las fuerzas productivas que emergen a partir de las nuevas subjetividades. Ningún tipo de información y conocimiento puede ser usado o reproducido autónomamente del capital sin el pago de la patente correspondiente a la empresa que controla los derechos de propiedad intelectual, lo cual implica la imposición de una forma de renta que se asemeja a la renta de la tierra. A si como el antiguo terrateniente feudal tenía el derecho de cobrar un tributo a los campesinos por trabajar sus tierras, la empresa rentista cobra su propio arriendo por acceder al uso productivo de la información y la comunicación en red sin participar nunca como agente productivo en la reproducción de la misma. El nuevo trabajador no sólo tiene que pagar por acceder a las herramientas tecnológicas, sino que forma una fuerza de trabajo gratuita al reproducir los procesos cooperación en red sin costos para empresa que los controla.

Desenlaces
            Estamos sin duda ante un complejo proceso de transito al interior del capitalismo. El conocimiento y los procesos autónomos de reciprocidad comunicativa que lo distribuyen, son las nuevas formas que adquiere lo común como resultado y punto de arranque del desarrollo de las fuerzas productivas bajo el capitalismo posindustrial. Como  enjambre subjetivo de nuevas formas de auto-organización y cooperación productiva, dicha transición tienen  profundas implicancias políticas en lo que se refiere a la posibilidad del comunismo que fracture radicalmente la relación capitalista desde su interior. Ciertamente tal quiebre no ocurrirá de manera espontánea, sin una organización que mapeé la  multiplicidad de los puntos de fuga en los que devienen las nuevas subjetividades. Parece ser que el devenir cognitivo del capitalismo nos hace plantearnos más problemáticas de investigación y experimentación política que soluciones talladas en piedras. ¿Será el trabajador cognitivo –el cognitariado- el nuevo sujeto emancipatorio? ¿Qué sucederá políticamente con el viejo trabajador asalariado que se ha sumado sólo parcialmente a las mutaciones económicas antes descritas? ¿Y qué ocurre con los sectores más empobrecidos y subalternos de la sociedad, aquellos que han sido completamente marginados del mercado laboral y privados de la posibilidad de la comunicación? ¿No tienen ellos una producción propia de lo común que merece nuestra atención política? ¿No será que los sectores intelectuales, manuales y marginales del proletariado aún permanecen enfrascados en mutuo desprecio identitario que no les permite acceder el espacio universal del acto comunista necesario para liberar a las fuerzas productivas de lo común de las propias barreras que el capital les impone? Mientras tanto tenemos las certezas que el comunismo seguirá debiendo su poder al carácter espectral de su amenaza figurando, como diría Lacan, “lo real fantasmagórico” de la relación capitalista: el movimiento de cooperación y reciprocidad  de lo común que procura la base ontológica, el movimiento del ser, desde donde el capital usurpa el poder productivo del trabajo humano, pero que persiste como otredad radical discursivamente censurada y repudiada. Lo paradójico de esta situación, sin embargo, es que en la medida el comunismo exprese una esfera de otredad marginalizada y reprimida por el orden simbólico y económico del capitalismo, el exceso creativo y subversivo que siempre compone hará perdurar las oportunidades y posibilidades para derrocar al capitalismo. El acto genuinamente comunista entonces, es aquel que libera las esferas virtuales y reales de autonomía y cooperación en común existentes dentro del capitalismo, de la trampa capitalista misma. Deleuze y Guattari quizá nos ofrezcan un modelo de cómo esto se debiera hacer cuando nos aconsejan a asociarnos a una relación, a experimentar con las oportunidades que ella ofrece, mapeando meticulosamente los potenciales movimientos de fuga que tenga y produciendo las conexiones operativas entre los diferentes flujos de intensidad que emerjan, cuestionando y redefiniendo las coordenadas de lo que es percibido como políticamente posible de acuerdo a los parámetros del orden simbólico. Aquí el verdadero acto comunista es el que expresa su devoción incondicional a la ética de lo imposible como única opción política realista.  


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