Comunistas
como nosotros
Sergio
Fiedler
(Chile)
“El
movimiento del comunismo no progresa linealmente, es un camino duro y lleno de
peligros, un padecimiento, una divagación, un extravío, una búsqueda de la
tierra prometida, lleno de trágicas interrupciones, bullente, repleto de
saltos, explosiones, promesas solitarias, discontinuamente cargado de la
conciencia de la luz”.
Ernst
Bloch
“He
preferido hablar de cosas imposibles, porque de lo posible se sabe demasiado”
Silvio
Rodríguez
Preliminar
La pasión del comunismo es una
pasión por la memoria pero también por los riesgos imprevistos de la
interpretación. Quizá jamás haya existido una idea cuyo significado haya
infundido tanto temor, inspiración, debate y conflicto como el comunismo lo ha
hecho en los últimos cien años. Mientras que el fascismo sólo evoca imágenes de
terror y discriminación; la idea de comunismo está asociada, de manera
paradójica, tanto con el control dictatorial como con el proyecto ilustrado de
la liberación humana. Tal como lo señalara perspicazmente una victima de los
horrores de los campos de concentración Nazi como Primo Levy, no importa cuan
horrorosa haya sido la experiencia “oficial” del comunismo, aún somos capaces
retener una imagen de éste que no guarde relación con el genocidio y la
represión totalitaria. De acuerdo con Slavoj Žižek, aún, si aceptásemos el
cuestionable argumento liberal de que todo comunismo termina inevitablemente en
una dictadura estalinista, todavía sería posible hacerlo perdurar como un
proyecto de emancipación que nunca cumplió su promesa, fracasando de manera
espeluznante en el terreno de su implementación práctica. El fascismo, muy por
el contrario, representa el horror mismo, no es posible de imaginarlo sin
pensar en una forma de maldad radical y sistémica que ha triunfado de manera
rotunda, en demasiadas, ocasiones a lo largo de la historia del Siglo XX. El
fascismo cumple todas sus promesas; la discriminación y el terror son
componentes tan substanciales de su ideología, que es imposible que exista una
brecha entre su teoría y su práctica. No es el caso del comunismo. Con
una historia repleta de sentidos sedimentados, de quiebres e inestabilidades
políticas, el comunismo como concepto ha adquirido una identidad elusiva y
espectral, transformándose en un referente que sugiere definiciones mucho más
provocadoras e imaginativas que las transmitidas por el fascismo.
Como el comunismo, el siguiente
texto ha tenido varias versiones e involucrado un proceso de escritura que se
extiende por ya varios años sin llegar a una conclusión definitiva hasta hoy.
Como texto en construcción, ha sido una pausada e interrumpida colección de
trazos del pensamiento de otros, que en su agenciamiento escritural han
devenido en pensamientos propios. La atención que autores como Negri, Hardt,
Zizek y Badiou entre otros, le han prestado con tanta insistencia a la
idea de comunismo en diferentes textos y conferencias recientemente, ha
gatillado un movimiento en el pensamiento político que sacude los consensos
académicos.
Este texto busca recobrar algunos
momentos significativos de la propuesta de estos autores, siempre en el intento
de encontrar una trayectoria de escritura y reflexión que nos sean propias de
acuerdo al territorio de sentido donde nos ubicamos.
Performatividad
Hoy más que nunca nombrar la palabra
comunismo escandaliza, y el escándalo tiene varios mantos complejidad. Aquellos
que hoy se atreven a llamarse a si mismos “comunistas” no sólo están éticamente
obligados a dar cuenta del hecho que el comunismo ha sido asociado con los horrores
de la represión estatal, sino hacer frente a un estado de cosas donde el
comunismo mismo ha sido declarado definitivamente muerto por la elite
neo-liberal del nuevo capitalismo globalizado. Aún más preocupante es el hecho
que muchos de los intelectuales y activistas izquierdistas pareciesen compartir,
sin cuestionamiento, esta problematización del comunismo hecha por sus
enemigos, identificando el término directamente con el partido que lleva su
nombre o el fracaso de la experiencia soviética.
¿Pero por qué hoy los
revolucionarios deben mantener un cariño porfiado por la noción de comunismo
tanto a nivel de significado como de significante?
La
necesidad de este apego a la palabra “comunismo” emerge del urgente imperativo
de encarar el conservadurismo político e intelectual inherente de este período
con un acto teórico que a la vez sea un acto ético de resistencia y militancia.
Una de las características ideológicas del actual consenso neo-liberal es el
hecho que cualquier forma de planteamiento revolucionario es rápidamente
repudiada como una fantasía delirante, mientras se acepta al capitalismo
globalizado como la única realidad posible y deseable. Comenzar a hablar de
comunismo nuevamente es parte del intento político e intelectual de alterar
substancialmente la relación de fuerzas vigente en nuestra sociedad, de manera
que, como protagonistas de un eventual movimiento anti-capitalista, podamos
imaginar un mundo que se encuentre más allá de las limitadas opciones políticas
que nos ofrece el orden simbólico-lingüístico hoy imperante. Si bien podemos
abandonar cómodamente la palabra “comunismo” e inventar otras nuevas para
definir un proyecto de transformación revolucionario, no estaríamos más que
eludiendo el hecho de que la lucha política está indisolublemente atada a una
semiótica del poder a partir de la cual la enunciación se convierte en espacio
donde la disputa por el sentido se vuelve ontológicamente irrenunciable.
Uno de los mecanismos para provocar
este giro semiótico-político es efectivamente recurrir al poder performativo de
lo injurioso, lo excesivo y lo imposible, donde la posición menos razonable se
transforma en la única garantía de sobrevivencia del acto ético. Precisamente
porque afirmar hoy abiertamente que se es un comunista es caer fuera de los
términos de referencia del actual orden simbólico -y desde donde se
constituye la realidad naturalizada del capitalismo como única realidad
posible- es que no hay significante que mejor encarne el sentido de este exceso
ético que el término “comunismo”. ¿Cómo puede haber alguien que se atreva a
identificarse con el comunismo sin a la vez infringir cierto entendimiento
hegemónico compartido tanto por las derechas como por las izquierdas
“oficiales”? ¿Cómo atreverse a abrazar una idea que no sólo se asocia al
terror político, sino con un terror que nunca tuvo la eficacia del terror
aplicado por el capitalismo como base de su propia incepción y desarrollo?
El comunismo es el nombre propio que
le hemos dado a lo imposible. Como sostiene Žižek en clave lacaniana, desde un
punto de vista revolucionario como, de hecho, desde el punto de vista de la
política “propiamente tal”, lo verdaderamente Real siempre se ubica dentro de
lo imposible. Bajo esta mirada, el comunismo se transforma en la enunciación de
un exceso semántico y performativo, donde se reconoce a la palabra como una
dimensión directa de las relaciones de poder, contribuyendo a transformar el
campo de significación de lo que es considerado políticamente correcto y
posible. Esta no ha sido una práctica intelectual y política ajena a los
grandes pensadores-activistas del Siglo XX como Lenin y Foucault, y es
reconocida entre ciertos círculos de revolucionarios como la táctica de “doblar
la vara”. Cuando la vara esta doblada para el lado equivocado como es el caso
de hoy en día, es necesario, con el objeto de colocar el mundo en su lugar
correcto, tomar la vara y doblarla fuertemente en la dirección opuesta hasta
que ésta quede derecha. Doblando la vara es posible hacer salir del closet a
una dimensión del conocimiento que los intelectuales positivistas a menudo no
se sienten preparados a reconocer: que la efectividad de decir la verdad tiene
una existencia histórica y política, lo que significa que “tras la relación
entre simples ideas existen relaciones de fuerza, las cuales colocan ciertas
ideas en el poder y otras ideas bajo sumisión”. Dentro del espíritu de esta
contienda, restablecer el comunismo como posibilidad no es sólo el intento de
reclamarse de un principio de acción, sino que también usar su significante
como provocación, como un arma simbólica para destruir la sumisión de la
palabra, y de esta manera generar un pensamiento político en un mundo donde la
política misma ha sido censurada por el abandono liberal y postmoderno de las
narrativas emancipatorias.
Žižek sostiene que la
impugnación de totalitarismo hecha al comunismo por los demócratas liberales ha
demostrado ser el mejor antídoto para ayudar a mantener “el cuerpo social en
buena salud política e ideológica”. La noción de totalitarismo propuesta por
los demócratas liberales se ha transformado en un subterfugio para no
involucrarse en una acción y un pensamiento político genuinamente radical. Cada
vez que manifestantes anti-capitalistas deciden interrumpir con su movilización
las reuniones cumbre organizadas por las instituciones reguladoras del
capitalismo globalizado como el APEC o la OMC, los políticos, la policía y los
medios de comunicación suelen apelar a los valores de la democracia liberal,
etiquetando a los manifestantes como “anti-democráticos” por atentar contra “la
libertad de expresión” y “el derecho a reunión” de aquellos que son los más
ricos y poderosos del mundo. Aún más, según Žižek, durante la consolidación del
poder neo-liberal en los últimos veinte años, la noción de totalitarismo se ha
convertido en una especie de acusación sumaria por parte del liberalismo
democrático en contra de los que piensan y actuan inspirados por un proyecto
político que se oponga al capitalismo existente. Los demócratas liberales
acusan encolerizados “no importa qué tan diferente la extrema izquierda es de
la extrema derecha, los extremos siempre se juntan en la política del terror”.
Desde esta mirada, tanto el comunismo como el fascismo –y quizá ahora el
fundamentalismo islámico- conforman el mismo tipo de amenaza a la democracia.
Si bien es cierto que el liberalismo democrático se presenta a menudo como una
corriente hostil a las desigualdades económicas de nuestra sociedad y están más
que felices de condenar las injusticias y guerras del capitalismo, jamás apoyan
ningún tipo de acción demasiado radical contra el sistema, prefiriendo
denunciar las iniciativas revolucionarias como una potencial utopía sobre la
cual se levantará un nuevo totalitarismo. El problema, argumenta Žižek, es el
hecho que, en los últimos veinte años de globalismo neo-liberal, esta postura
ha fallado rotundamente en evitar el desarrollo de los horrores totalitarios
que clama rechazar. Al reducir lo político simplemente a la práctica pragmática
de lo posible, el liberalismo democrático crea las condiciones para que el
totalitarismo emerja sin oposición. Al rechazar un proyecto emancipatorio
revolucionario y etiquetarlo de “totalitario”, los pragmáticos del liberalismo
democrático se quedan sin ninguna otra alternativa que limitar la acción
política a la maniobra oportunista dentro la matriz del sistema de dominación,
socavando a su vez las únicas fuerzas sociales y políticas que son genuinamente
capaces de contrarrestar a los emergentes neo-totalitarismos, como los de
George Bush y el fundamentalismo religioso.
El primer pensamiento que muchos
tuvimos cuando vimos las torres gemelas colapsando, y luego escuchamos la
retórica pesadamente familiar de la “guerra contra el terrorismo”, fue: ¡qué
seguro era el mundo cuando manteníamos una conversación con la otredad del
comunismo! No importa cuánto, durante el curso del Siglo XX, la idea de
comunismo haya sido identificada con la represión estalinista, ésta también fue
la encarnación de la lucha contra el fascismo y las injusticias del mercado. No
se trata de desempolvar el modelo soviético, sino de volver a proponer el
comunismo como movimiento social que inspiró la imaginación de millones y
millones de activistas y revolucionarios y, ofreció una barrera de contención
política altamente efectivo a la guerra y al terror. No hablo de
problemático legado del comunismo “oficial”, sino la actividad comunista y
auto-gestionada de la multitud en diferentes latitudes del
planeta. En léxico lacaniano, si bien que a nivel de lo Simbólico el
bloque soviético se vanaglorió de hacer del comunismo una sociedad en
construcción, oculto tras este proceso de simbolización estalinistas estaba la
herida innombrable de lo Real, por cuanto la palabra revolucionaria
era a su vez sangrientamente enmudecida, y el comunismo aprisionado en la
camisa de fuerza de la propiedad estatal y de la guerra fría, permitiéndole así
al capitalismo de estado soviético repartirse el mundo a tajadas con el
capitalismo occidental.
Eternidad
El razonamiento detrás de la defensa
del comunismo, que se reclama como nuestro, se distancia sin embargo de la
postura habitual de muchos marxistas anti-estalinistas de occidente quienes
sostienen que, al constituirse los “socialismos reales” como sociedades de
clases altamente burocratizadas, lo que realmente murió no fue el comunismo,
sino otra forma del capitalismo. De hecho, para estos marxistas la idea del
comunismo jamás ha sido alcanzada en términos prácticos. Lo que quisiera
sostener aquí es precisamente lo opuesto: que más allá de toda la propaganda y
distorsiones impuestas sobre su significante por los sospechosos de siempre, el
comunismo en efecto siempre ha existido, no en la forma de un partido o un
estado, sino más bien en el las formas de vida comunitaria y auto-valorización
colectiva sobre las que ha descansado la revuelta igualitaria de los oprimidos
a lo largo de la historia, y que han sido ocultadas y reprimidas por las
relaciones de producción del capitalismo histórico, tanto a nivel simbólico
como económico. Esto es lo que Žižek llama la “idea eterna del comunismo”
y que Badiou en su libro La Hipótesis Comunista recobra como
un ideal regulador de orden Kantiano que a guíar nuestro accionar político y
actualizarse a sí mismo por medio de su propia praxis transformadora. Es decir:
la idea de comunismo sólo puede existir por medio de la actividad política
concreta auto-dirigida de sujetos que son parte de un sensorium cotidiano
compartido.
Desde este punto de vista, el comunismo
no es tan sólo una idea sino una forma de vida colectiva que entra en acción a
partir de la afirmación de lo común. De acuerdo con Michael Hardt, lo común se
refiere en primer lugar a la tierra y todos los recursos materiales relacionada
con ella como el suelo agrícola, los bosques, las aguas, el aire entre mucho
otros, pero también a los resultados de la actividad o el trabajo humano como
la cooperación, el lenguaje, el saber, la comunicación y los afectos. El
comunismo es el un movimiento que busca defender y recobrar esa riqueza común
de los diferentes escenarios de privatización que han caracterizado el curso
histórico del capitalismo, defensa y recuperación que por cierto han abierto la
posibilidad, en diferentes tiempos y espacios, de una producción de
subjetividad que implique otras maneras posibles de vivir y estar en el mundo.
Hay una lógica y una ética comunista que antecede históricamente a la Unión
Soviética y al propio Marx, incluso a la modernidad misma. Ya el célebre
historiador inglés E.P. Thompson señaló las múltiples maneras en que la
multitud trabajadora pre-industrial funcionaba bajo normas de acción y
reciprocidad colectiva basadas en mantención de lo común. Estas correspondían a
lo que Thompson llamaba –la economía moral de la muchedumbre, donde la
fuerza consuetudinaria de las costumbres y la tradición salvaguardan el uso
compartido de la tierra y los recursos económicos, ofreciendo una barrera de
resistencia a la continua privatización de los medios de producción impuesta
por el colonialismo y el emergente capitalismo industrial. La lógica comunista
de la historia no emerge, por lo tanto, como un programa político
cuidadosamente definido, sino como una modalidad de comportamientos colectivos
que autónomamente defendían el derecho común en contra del derecho privado, las
necesidades humanas en contra de la ganancia, y una ética del goce en contra de
la ética del trabajo. Los ejemplos son muchos: el derecho ancestral indígena,
las primeras comunidades cristianas, las comunas piratas en las islas del
Caribe, las respuestas heréticas y milenarias al poder de la iglesia y el
Estado durante la Edad Media y la modernidad temprana. Enraizadas en fortísimos
imaginarios religiosos y morales, estas formas de propiedad comunista de alguna
manera pusieron trabas al génesis del capitalismo moderno, contextualizando
políticamente su desarrollo, de manera que la transición al nuevo modo de
producción nunca estuvo completamente garantizada sin que las clases dominantes
expandieran su poder militar, legal e ideológico para aplacar la resistencia de
lo común.
Citando la experiencia del maoísmo
en China como del Mayo del 68, Badiou explica, sin embargo, que el fracaso de
la experiencia comunista “oficial” no puede disociarse del problema de recuperar
este comunismo histórico. En su opinión, la revolución rusa, mexicana,
española, china y cubana deben mantenerse como un fundamento central de una
re-emergente política comunista. Debe ser así no porque las sociedades
post-revolucionarias que brotaron de ellas tengan necesariamente
características que valga la pena defender y promover, sino más bien porque
-como nuevos comunistas- estamos obligados a reconocer en lo que estas
revoluciones, en su devenir y fracaso histórico, pudieron haberse transformado.
Esto es el reconocimiento de lo que Žižek llama –evocando a Walter
Benjamín- la “mirada revolucionaria”, la cual entiende la lógica “del
acto revolucionario actual como la dimensión redentora de los fallidos intentos
emancipatorios del pasado”. En otras palabras, mantener una postura
revolucionaria no es decir que el verdadero comunismo no tuvo nada que ver con
la “experiencia oficial” de éste, sino con el vislumbrar, descubrir y abrazar
lo que estaba “ausente” o silenciado dentro de esa “experiencia oficial”: el potencial
revolucionario que fue derrotado y perdido.
Espectralidad
Sin duda alguna que han sido las
propias clases dominantes las primeras que han reconocido el potencial
comunista que existe dentro de los mismos antagonismos de clases sobre los
cuales se levanta, transforma y tambalea el régimen de propiedad capitalista.
En cierta medida, la historia del comunismo ha sido la historia de su
demonización y des-identificación ideológica por parte de las elites dominantes
del mundo capitalista. No obstante sería un error entender esta historia
simplemente como propaganda anti-comunista. Hablamos más bien de una compleja
operación discursiva donde el repudio y el temor de las clases dominantes por
el comunismo es el contrapunto ideológico de su poderosa presencia. Usando el
lenguaje del situacionismo, podríamos afirmar que el secreto de la demonización
del comunismo dentro del espectáculo capitalista sólo ocurre al separar el
contenido de su representación, y transformar esta última en mera apariencia.
Para la elite, ésta ha sido la apariencia aterradora de un monstruo, uno que en
su misma vaciedad disfruta de un poder sobrenatural. Cómo no recordar las
primeras líneas del Manifiesto Comunista, cuando Marx y Engels
describen el marco mental de la burguesía europea de mediados del Siglo
XIX:
“Un
espectro espanta a Europa, el espectro del comunismo. Todos los poderes de la
vieja Europa han entrado en santa alianza para exorcizar el espectro”.
Desde una perspectiva
psicoanalítica, la percepción burguesa del comunismo equivale al horror
provocado por lo que Freud define como “lo siniestro”. Lo siniestro
expresa la angustia infantil de la clase capitalista ante la posibilidad
de hacerse por fin responsable por el momento caótico y traumático de su origen
como clase poseedora, cuando por medio de la acumulación originaria, una
multitud trabajadora fue aplastada y desposeída de los espacios y recursos
compartidos de lo común para garantizar la emergencia del capitalismo moderno.
El espectro del comunismo encarna el retorno de lo reprimido, la otredad
monstruosa pero Real de la multitud que regresa a resolver y cerrar la
separación y el antagonismo creados en el momento original de su desarraigo.
Entonces, cuando los neo-liberales insisten que el comunismo ha muerto, no
dicen nada verdaderamente nuevo. Si interpretáramos la metáfora marxista
del espectro del comunismo literalmente, es posible sugerir
que, desde el punto de vista de los temores de la propia burguesía, el
comunismo siempre ha sido entendido como una vida después de la vida. En el
mundo simbólico del empresario burgués, el comunismo jamás ha existido como una
entidad viva sino como resucitación fantasmal de un ser social que está ya
muerto, como la figura aterradora de un muerto en vida: el espíritu de los
muertos que se levantan desde bajo la superficie del status quo para espantar a
sus asesino y devolver el mundo a su orden original. De ahí la necesidad
ideológica de enunciar su muerte una y otra vez, como manera de exorcizar el
espectro, y hacer desaparecer el cuerpo una vez más, para no dejar evidencia
del crimen original y del trauma del antagonismo político del cual el comunismo
es significante.
El tránsito a la modernidad implicó
la lucha descarnada entre dos formas de propiedad, lucha donde el comunismo se
presenta como un espacio colectivo y moral resistiendo desde un “afuera” a las
emergentes relaciones capitalistas de producción. Marx, sin embargo, introduce
un giro radical a esta noción de comunismo. Si bien el emergente capitalismo
derrota las formas de vida construidas a partir de la riqueza común por medio
de la privatización de esta última, Marx sostiene que el nuevo modo de
producción crea las condiciones económicas y sociales para la emergencia
de un nuevo comunismo. Marx remueve el concepto de comunismo del
reino trascendental de la utopía y la moral tan propio de la sociedad
tradicional, y lo ubica derechamente en el campo de la acción política de la
modernidad. Esto involucra tomar en cuenta la materialidad del proceso
revolucionario e investigar las condiciones sociales e históricas que hacen la
acción comunista posible. Ahora el comunismo deja de ser un “afuera” y se
convierte en un “adentro”. Para Marx, el comunismo emerge inmanentemente, desde
el interior de la dinámica antagonista del capitalismo. No tan sólo se refiere
por lo tanto al retorno del momento traumático de la acumulación originaria,
sino a la incorporación del trauma mismo como palanca de la crisis y la
expansión capitalista. El temor a la espectralidad del comunismo es
precisamente el motor que estimula a la burguesía a modernizarse. En la medida
que el capital empuja el desarrollo de las fuerzas productivas de manera que la
cooperación y nuevas formas de lo común ocupan un lugar cada vez más
significativo en el proceso de producción, va también proporcionando nuevas
herramientas para la emergencia de iniciativas anti-capitalistas. Con el
crecimiento de la resistencia y el potencial comunista, el momento traumático
de la acumulación originaria necesita repetirse constantemente como mecanismo
de bloqueo de cualquier curso de autonomía y desterritorialización
revolucionaria que reúna fuerzas dentro de ese proceso de producción social.
Esto significa que las fuerzas de producción y cooperación basadas en lo común
necesitan permanecer firmemente bajo el comando capitalista, mientras nuevos
procesos de colonización y privatización se llevan a cabo con el objeto que el
comunismo no se transforme de potencialidad espectral en realidad.
Ciertamente que la Teoría de Valor
desarrollada por Marx en el primer volumen de El Capital proporciona
algunas claves conceptuales para comprender el proceso material y a la vez
ideológico del fetichismo económico por medio del cual el comunismo ocupa un
lugar espectral dentro de la propia relación capitalista. En su disección del
valor entre valor de cambio y valor de uso, Marx se refiere a este último como
la valoración de un objeto de acuerdo a su propiedades o utilidad. El
capitalismo está sin embargo interesado en un objeto en tanto a valor de cambio
o mercancía, o sea en la medida que pueda ser comercializado y genere ganancia
para el capitalista. El valor de la mercancía por tanto no es definido por las
propiedades del objeto sino por la abstracción del valor de cambio, abstracción
que no sólo tiene el efecto ilusorio de borrar las cualidades materiales de la
mercancía, incluyendo la fuerza de trabajo como valor de uso indispensable para
su producción. La mercancía aparece ante los ojos del consumidor como un
fetiche mágicamente generado por el proceso de intercambio comercial.
A pesar de constituir la base
material que hace posible la existencia del valor de cambio, el valor de uso
ocupa un lugar de suplementaridad dentro de la relación
capitalista en el sentido derridiano del término; o sea el valor de uso
constituye el soporte que completa y otorga substancia material a la mercancía
pero del que se prescinde simbólicamente como una instancia residual del
proceso de valorización. Ahora si el movimiento de suplementaridad del
valor de uso proporciona una referencia más primordial que el valor de cambio,
el valor de uso a su vez no debe ser entendido como un término fundacional
transparente y natural al que se le estampa desde fuera el valor de
cambio, sino una operación de constitución abierta y indefinida, cuya utilidad
y función está ya culturalmente situada y asignada dentro de una economía de
intercambios simbólicos que está marcada por los antagonismos de clase. Al
fetichismo del valor de cambio se le suma entonces el fetichismo del valor de
uso que procura aún mayor profundidad al primero. No obstante, en la relación
de dependencia y antagonismo mutuo entre valor de cambio y valor de uso, el
primero representa la identidad y el segundo el residuo de la diferenciación y
la heterogeneidad que resiste desde dentro los anhelos unitarios del valor de
cambio. Este residuo suplementario es la alteridad radical que evidencia la
estructura de no-plenitud de la relación capitalista y por lo tanto desde donde
potencialmente nos comienza hablar el comunismo. Dándole un giro deleuziano al
argumento, el comunismo por lo tanto no corresponde a una totalidad utópica
enfrentándose desde afuera a la totalidad capitalista, sino a una situación de
virtualidad cuya estructura está completamente determinada al interior del
antagonismo que encierra la mercancía y cuya actualización como potencial
creativo depende en definitiva de la interrupción del acontecimiento o punto de
fuga revolucionario.
Walter Benjamin explicita esta
posibilidad comunista de la mercancía en el Libro de los Pasajes cuando
sostiene que la moda como incesante consumo de valores de uso es una
demostración ambivalente tanto de la estética alienante de la cultura del
consumo mercantil como del deseo utópico por la redención mesiánica encerrada en
la promesa comunista de su objeto. Si bien los fetiches pasajeros de la moda,
afirma el autor, son ciertamente signo de la cosificación de la historia, una
historia sin historicidad que está sujeta al eterno devenir de lo nuevo como
siempre-lo-mismo, también esos fetiches son la forma fantasiosa y onírica
dentro de la que yace detenido el potencial revolucionario a la espera de ser
activados por la acción política. En la dialéctica de la imagen desarrollada
por Benjamin, el cuerpo fetichizado de la moda contiene la semilla de su propia
redención, la que sólo se puede alcanzar empapándose de la frivolidad del mundo
mercantil sin dejar a su vez de adoptar con respecto a ella, la posición
críticamente distanciada e irónica del flaneur. Este
distanciamiento crítico es la que nos permite descubrir que la relación
residual que el valor de uso mantiene con el valor de cambio tiene un
carácter heteroglósico: constituye una alteración de los códigos de
equivalencia del valor de cambio que da expresión al signo de la necesidad pero
en la forma refractad del deseo.
Los procesos de fetichización
mercantil provocan que el valor de uso de la fuerza de trabajo aparezca como un
residuo fantásmico sin nombre propio, borrando ideológicamente todos los trazos
de las energías corporales usadas por el trabajador en la producción de
mercancías. El comunismo hace de este residuo el sujeto de la emancipación; la
presencia fantasmal de la fuerza de trabajo opera permanentemente como una
posibilidad de interrupción y subversión de la relación capitalista. El
comunismo por lo tanto, lejos de ser la gran utopía que nos espera al
final de la historia, es una dinámica de acción colectiva y deconstrucción
revolucionaria que ya está aquí, encarnada vívidamente en el trauma de los antagonismos
de clase del presente, y que el capital se ocupa constantemente de reprimir y
desplazar, de fantasmagórizar.
Multiplicidad
Nuestro fantasma, sin embargo, es un
cuerpo de carne y hueso; la comunidad potencial de la multitud. La definición
ofrecida por Marx y Engels en la Ideología Alemana, algo ignorada
por muchos marxistas, apunta precisamente a entender al comunismo desde la
inmanencia de la relaciones de clase:
“El
comunismo no es para nosotros un estado de cosas que ha de ser instaurado, un
ideal al cual la realidad tendrá que ajustarse. Nosotros llamamos comunismo al
movimiento real que busca abolir el presente estado de cosas. Las condiciones
de este movimiento resulta de las premisas ahora existentes”.
Lejos de haber una transición al
comunismo, el comunismo es el devenir de la transición misma. ¿Qué quiere decir
esto? Que el comunismo, como el “movimiento real que busca abolir el presente
estado de cosas”, se refiere a aquellas formas pre-figurativas de relaciones
sociales y organización colectiva que anticipan, dentro del entramado de
contradicciones del propio sistema de explotación del trabajo, la abolición de
la propiedad privada capitalista. Como lo señala Antonio Negri, la acción
comunista no es sólo una función subversiva de desterritorialización operando
al interior de toda relación social, sino también una actividad de constitución
política a partir de la cual se crean nuevas formas de vida y estar en el
mundo. Hay una lógica comunistas en todo movimiento que por medio de la materialidad
de sus prácticas de rebelión y resistencia busque realizar en el aquí y ahora,
los objetivos que la tan mentada “transición socialista” ha mantenido
postergando ad finitud: la transformación de valores de cambio en
valores de uso por medio de la actividad libre y asociativa de los productores,
en otras palabras, la producción en común de lo común dirigida a despertar
todos los potenciales y devenires del ser.
El hecho que la clase capitalista
sea quien controla los medios de producción no implica que la clase trabajadora
permanezca en un estado permanente de subordinación. Desde el punto de vista de
una metodología comunista, la totalidad del modo de producción capitalista está
siempre internamente dividida por la diferencias entre las subjetividades antagónicas
de clase que la constituyen como estructura, llevando dentro de sí la
posibilidad constitutiva de la separación y la ruptura en la forma de proceso
revolucionario. Si bien las categorías de la producción y el intercambio pueden
aparecer desde el punto de vista de la teoría económica clásica como una unidad
de determinaciones estructurales omnipresentes, dicha unidad es en los hechos
el resultado dinámico de la interacción entre fuerzas subjetivas, y donde la
potencia social de la fuerza de trabajo permanece siempre activa estableciendo
un punto de discontinuidad y posible quiebre en su relación con el capital.
Ahora, cabe señalar, que reconocer el peso de la subjetividad de clases dentro
de relaciones que aparecen como objetivas no es hacer referencia una noción
Kantiana de la subjetividad como manifestación trascendental de la conciencia y
la razón en oposición al cuerpo y la pasión, sino como la composición de las
poderes técnicos, intelectuales y afectivos que se produce en la relación entre
los cuerpos que constituyen una clase social como tal. Dichos poderes son la
base del accionar político y colectivo de los trabajadores y que a la vez los
hace en agentes fundacionales del proceso productivo y la valorización
económica de la que el capital depende para su reproducción. Las fuerzas
corpóreas que el trabajador aporta a la producción, constituyen la base
paradojal sobre las cuales se desarrolla la posibilidad permanente de
separación y éxodo de la relación capitalista. Lo que bajo la dialéctica del
capital aparece como una relación de unidad está en verdad intrínsecamente
escindida por la propia praxis antagónica que lleva el cuerpo del trabajador
dentro de la relación de clase que le da forma a su subjetividad.
Mientras el capital dirige todos sus
esfuerzos a incrementar la explotación del trabajador ya sea extendiendo el día
de trabajo o aumentado la intensidad de la producción, y por esta vía
incorporando las diferencias de clase dentro la unidad sintética de la Ley del
Valor, los trabajadores buscan impedir que la alteridad y multiplicidad de sus
corporalidades sean reducida a la pura condición de fuerza de trabajo por medio
de una variedad de conductas individuales y colectivas de auto-valoración que
tienden a desestabilizar la lógica explotadora del capital. La
auto-valorización instala una inversión de lógica de relación capitalista que
involucra ruptura, separación y constitución política que adquiere forma
manifiesta en los grandes movimientos huelguísticos, insurreccionales y
migratorios, así como también en aquellos comportamientos micro-políticos e
informales como son el ausentismo laboral, la lentitud para llevar a cabo el
trabajo, el hurto de herramientas y materiales de trabajo, etc.
La valorización capitalista es el
proceso por el cual el capital logra su expansión como resultado de la
apropiación y acumulación de excedentes generados por el cuerpo de los
trabajadores en el proceso de producir valores de cambio. Para el capital, la
corporalidad existe sólo como un bien productor y consumidor de mercancías.
Como lo señalara Adorno, el valor de cambio emerge como el término abstracto de
equivalencia que existe entre dos objetos incomparables y que en el mercado
toma la forma monetaria, desde ahí constituyéndose en la relación primordial
por medio de la que el imperialismo de la identidad emerge en la historia
humana. El proceso de auto-valorización impone una tendencia constituyente
contrapuesta. Por medio de la auto-valorización, el cuerpo del trabajador busca
recobrar tiempo, espacio, recursos y energías vitales de la que fuera despojado
por las obligaciones del trabajo capitalista, llegando incluso a desestabilizar
la gobernabilidad y la capacidad del capital para reducir sus fuerzas vitales a
mera fuerza de trabajo. La auto-valorización permite a la clase
trabajadora poner en movimiento una multitud de atributos y necesidades que la
constituyen y se manifiestan en una riqueza de deseos singulares, discursos y
estados mentales inconscientes que no están tan sólo asociados con las condiciones
de trabajo pero también con toda su existencia social y biológica como clase.
El comunismo de este movimiento es el comunismo de la multiplicidad, la
práctica de deconstrucción que inserta la diferencia dentro de la relación
capitalista por medio de la auto-valorización como la negación de toda medida
de intercambio, pero también como la afirmación de toda aquella pluralidad y
creatividad social que no se puede subsumir por la identidad y que refiere al
concepto de “valor de uso” como lo heterogéneo, lo cualitativo y lo corporal.
Lo común es lo múltiple, lo plural-singular. El comunismo es por tanto la
realización de la multilateridad del trabajo, o la realización del proletariado
no como sujeto sino como una explosión de múltiples singularidades, como
multitud.
La rigidez de las luchas molares que
el trabajo dirige contra el capital en ningún caso forman un obstáculo para el
desarrollo singularidades que excedan los antagonismos de clase, ya sean de
tipo sexual, étnicas, regionales o religiosas. La auto-valorización es
antagonismo y la afirmación de la diferencia que es propia de la diversidad
interna de la clase trabajadora. El éxodo y la resistencia de clase que ella
implica no conforma un movimiento reactivo al capital sino la manifestación
concreta de la búsqueda de nuevas modalidades de existencia. La multiplicidad
es la que funda este devenir del ser, y el comunismo es el movimiento creativo
por medio del cual el sujeto proletario actualiza su diferencia dentro de la
relación capitalista, primero como antagonismo y luego como multiplicidad. La
violencia de este movimiento es la violencia de la diferencia sobre la
identidad impuesta por el capital sobre el trabajo. Dando un giro a las
palabras de Derrida, podríamos señalar que la violencia del sujeto proletario
es siempre una violencia ética mínima, la única manera de reprimir la peor de
las violencias, de otra forma la posibilidad de la paz desaparecería por
completo en la oscuridad de la noche.
Renta
Hoy cuando el capitalismo ha
devenido en biopolítico, dejando de ser un modo de producción y convirtiéndose
en un modo de existencia donde los afectos, el intelecto y la performance del
cuerpo se despliegan como nuevas fuerzas productivas, la “hipótesis comunista”
adquiere un significado teórico y político particularmente potente. La
emergencia del conocimiento y la comunicación como fuente y modo de producción
has significado una profunda mutación de las formas de acumulación capitalista.
Si bien durante el capitalismo industrial el conocimiento científico conformo
una parte fundamental del desarrollo de las fuerzas productivas, también
permaneció separado respecto a la subjetividad de los trabajadores, incluso
desempeñando un papel fundamental como parte de las tecnologías disciplinarias
que recaían sobre el cuerpo del trabajador. La separación entre capital
constante o fijo (maquinarias) y capital variable (fuerza de trabajo) que
imperaba en tales circunstancias hoy ha dejado de ser pertinente. Bajo el
régimen del capitalismo cognitivo, la separación entre capital constante y
capital variable es superada en la medida que más y más trabajadores agregan a
su subjetividad los aspectos cognitivos que una vez incorporaban las maquinas
como capital constante. El agenciamiento entre el trabajador y las nuevas
tecnologías de información y comunicación (TICs) producen y reproduce un nuevo
cuerpo y sujeto productivo que incorpora las funciones técnicas y de gestión
que antes le estaban reservadas a un grupo específico de funcionarios e
intelectuales (gerentes, diseñadores, publicistas), estableciendo un nuevo modo
de relación con el capital, el que ahora se ve obligado a capturar tanto el
proceso de producción de la subjetividad (por ejemplo, por medio de
financialización de la educación) como las subjetividad como fuerza productiva
(precarización del mercado laboral) desde fuera de la organización cooperativa
del trabajo. Pensemos en el trabajo performático de facilitación de información
sobre el mercado que realizan los trabajadores de los centros de llamados o
call centres con sus funciones de simulación cuidadosamente monitoreadas, y que
buscan ocultar el hecho que el trabajador que recibe la llamada rara vez se
encuentra en el país del cliente que la hace. Aquí están en juego todas las
dimensiones cognitivas y corporales de la subjetividad como las habilidades
lingüísticas y competencias fonéticas, la concentración y la amabilidad,
permitiendo así al trabajador (re)presentarse por un breve tiempo como un otro.
Las funciones de coordinación y
gestión que detentaba el capital devienen ahora superfluas, incluso
parasitarias, apareciendo simplemente como otra forma de control despótico
frente a una cooperación del trabajo que se disemina más allá de las paredes de
la fábrica y adquiere la capacidad organizarse autónomamente. Lo común en este
contexto guarda una relación directa con el conocimiento y comunicación como
fuerzas organizadoras del proceso de cooperación productiva, cuya consecuencia
más notable es que capital ya no organice ni controle de manera directa proceso
de producción. Esto no significa que el trabajador se haya liberado del
capital, en verdad las prácticas de explotación por parte de este último ahora
toman formas aún más arbitrarias y despóticas. Sobre las nuevas bases
cooperativas y cognitivas de lo común, se levantan nuevos procesos de
acumulación cuyo objetivo es separar a los trabajadores de sus nuevos medios de
producción y sus condiciones de trabajo con la misma violencia que tuvo la
acumulación originaria, incluso reviviendo formas de apropiación de la riqueza
que fueron propios de los modos de producción pre-capitalistas. Así es como hoy
la explotación del trabajo y la acumulación de excedente ya no deben ser
definidas en términos de la ganancia sino de la renta. Mientras que la ganancia
se obtiene por medio la intervención/inversión directa de capitales en el
proceso de producción, la renta es una modalidad de extracción de excedentes
que se presenta en la forma de un título de crédito o propiedad sobre recursos
materiales e inmateriales que permite controlar una parte del valor de éstos
desde una posición de exterioridad respecto a la producción.
Transnacionales como McDonald, Nike, Levi-Strauss y GAP en otras, por ejemplo,
enfocan sus planes estratégicos en la gestión de la marca, marketing y diseño,
externalizando muchas de sus funciones productivas por medio de
franquicias o empresas subcontratistas que están realmente a cargo de la
inversión de capitales así como de organizar y coordinar la producción final de
la mercancía. Aquí la ganancia deviene renta precisamente porque lo
ingresos que las transnacionales obtienen de todo este proceso no proviene
directamente de la participación en la producción sino del cobro por el derecho
a usar la marca.
La creciente centralidad de la renta
se hace palpable con la hegemonía que ejerce el sector financiero sobre todo el
ciclo económico, expansión que hace cada vez más difícil hacer la distinción
entre la economía virtual y la economía real. Si bien el capital
financiero siempre tuvo un lugar importantísimo en el capitalismo del Siglo XX,
este representaba sólo un momento del ciclo de movimiento del capital asociado
con la circulación. Sin embargo, con la expansión de los múltiples dispositivos
del crédito y de prestación previsional, las finanzas comienzan a colonizar
todos los procesos de producción y reproducción de la cotidianidad de los
sujetos, convirtiéndose en un pilar consustancial a la producción de bienes y
servicios. Tanto el acceso a la educación, la vivienda, el vestuario, la entretención
como un simple viaje semanal al supermercado, están dominados por los
mecanismos crediticios impulsados por el sector financiero. Ni hablar del rol
que han tenido los fondos de pensión y salud en la expansión del proceso de
financiarización en los últimos veinte años.
Al desaparecer la distinción entre
capital fijo y variable, los procesos de inversión de capitales se centran en
mecanismos de captación de valores producidos fuera de los procesos
relacionados directamente con la esfera de la producción. Dichos mecanismos
están constituidos, “junto a las tecnologías de información y comunicación
(TIC), por un conjunto de sistemas organizativos inmateriales que extraen
plusvalor siguiendo a los trabajadores en cada momento de su vida, con la
consecuencia que la jornada laboral, el tiempo de trabajo vivo, se alarga y se
intensifica” creando las bases para un extracción del valor que se amplía a la
reproducción y distribución.
El capital se ve forzado a
incorporar métodos de control y gobernanza extra-económicos que limiten la
autonomía social generada por la nueva producción de lo común. Por medio de la
expansión y fortalecimiento de los derechos de propiedad intelectual a nivel
global, las corporaciones del conocimiento – desde la universidad neo-liberal
hasta la compañía de biotecnología- aspiran a la instauración de barreras que
limiten los principios de gratuidad, reciprocidad, productividad y
auto-valorización en red involucrados en el uso cooperativo del conocimiento y
las nuevas tecnologías. Hoy todos los gobiernos que contraen entre sí acuerdos
bi o multilaterales se ven en la obligación de controlar y a veces reprimir
todas las formas de reproducción digital y electrónica que atenten contra el
derecho de propiedad intelectual. Esto significa la supresión de todo tipo de
piratería, restricciones al uso compartido de la fotocopia, limitaciones en el
uso del software y material audiovisual en las instituciones educativas,
control del material de sitios web, entre otras medidas. Los intentos de controlas
la Internet por medio de formas privatización que restringen el acceso al uso
mercantil de lo común demuestra como las relaciones capitalistas se interponen
en el desarrollo de las fuerzas productivas que emergen a partir de las nuevas
subjetividades. Ningún tipo de información y conocimiento puede ser usado o
reproducido autónomamente del capital sin el pago de la patente correspondiente
a la empresa que controla los derechos de propiedad intelectual, lo cual
implica la imposición de una forma de renta que se asemeja a la renta de la
tierra. A si como el antiguo terrateniente feudal tenía el derecho de cobrar un
tributo a los campesinos por trabajar sus tierras, la empresa rentista cobra su
propio arriendo por acceder al uso productivo de la información y la
comunicación en red sin participar nunca como agente productivo en la
reproducción de la misma. El nuevo trabajador no sólo tiene que pagar por
acceder a las herramientas tecnológicas, sino que forma una fuerza de trabajo
gratuita al reproducir los procesos cooperación en red sin costos para empresa
que los controla.
Desenlaces
Estamos sin duda ante un complejo
proceso de transito al interior del capitalismo. El conocimiento y los procesos
autónomos de reciprocidad comunicativa que lo distribuyen, son las nuevas
formas que adquiere lo común como resultado y punto de arranque del desarrollo
de las fuerzas productivas bajo el capitalismo posindustrial. Como
enjambre subjetivo de nuevas formas de auto-organización y cooperación
productiva, dicha transición tienen profundas implicancias políticas en
lo que se refiere a la posibilidad del comunismo que fracture radicalmente la
relación capitalista desde su interior. Ciertamente tal quiebre no ocurrirá de
manera espontánea, sin una organización que mapeé la multiplicidad de los
puntos de fuga en los que devienen las nuevas subjetividades. Parece ser que el
devenir cognitivo del capitalismo nos hace plantearnos más problemáticas de
investigación y experimentación política que soluciones talladas en piedras.
¿Será el trabajador cognitivo –el cognitariado- el nuevo sujeto
emancipatorio? ¿Qué sucederá políticamente con el viejo trabajador asalariado
que se ha sumado sólo parcialmente a las mutaciones económicas antes descritas?
¿Y qué ocurre con los sectores más empobrecidos y subalternos de la sociedad,
aquellos que han sido completamente marginados del mercado laboral y privados
de la posibilidad de la comunicación? ¿No tienen ellos una producción propia de
lo común que merece nuestra atención política? ¿No será que los sectores intelectuales,
manuales y marginales del proletariado aún permanecen enfrascados en mutuo
desprecio identitario que no les permite acceder el espacio universal del acto
comunista necesario para liberar a las fuerzas productivas de lo común de las
propias barreras que el capital les impone? Mientras tanto tenemos las certezas
que el comunismo seguirá debiendo su poder al carácter espectral de su amenaza
figurando, como diría Lacan, “lo real fantasmagórico” de la relación
capitalista: el movimiento de cooperación y reciprocidad de lo común que
procura la base ontológica, el movimiento del ser, desde donde el capital
usurpa el poder productivo del trabajo humano, pero que persiste como otredad
radical discursivamente censurada y repudiada. Lo paradójico de esta situación,
sin embargo, es que en la medida el comunismo exprese una esfera de otredad
marginalizada y reprimida por el orden simbólico y económico del capitalismo,
el exceso creativo y subversivo que siempre compone hará perdurar las
oportunidades y posibilidades para derrocar al capitalismo. El acto
genuinamente comunista entonces, es aquel que libera las esferas virtuales y
reales de autonomía y cooperación en común existentes dentro del capitalismo,
de la trampa capitalista misma. Deleuze y Guattari quizá nos ofrezcan un modelo
de cómo esto se debiera hacer cuando nos aconsejan a asociarnos a una relación,
a experimentar con las oportunidades que ella ofrece, mapeando meticulosamente
los potenciales movimientos de fuga que tenga y produciendo las conexiones
operativas entre los diferentes flujos de intensidad que emerjan, cuestionando
y redefiniendo las coordenadas de lo que es percibido como políticamente
posible de acuerdo a los parámetros del orden simbólico. Aquí el verdadero acto
comunista es el que expresa su devoción incondicional a la ética de lo
imposible como única opción política realista.
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