miércoles, 4 de abril de 2012



Discutir lo político en Laclau
Verónica Gago y Diego Sztulwark
(Cloectivo Situaciones/Argentina)

 1. La economía (ya es) política
 La llamada economía, núcleo duro de la razón contemporánea, incluye en su corazón conocimientos, creencias y afectos. Esta sola observación debiera bastar para comprender que al pretender gobernarla se apunta a gobernar relaciones de dominio y de explotación.  Relaciones humanas y con la naturaleza. Regular la economía, consigna altamente progresista, supone regular el dominio político de unos sobre otros. No suprimirlo.
Bien mirado el asunto, descubrimos que la economía no ha dejado (nunca y cada vez más) de convertirse ella misma en política. Se trate de la bendita producción agraria, de la añorada actividad industrial o del remanido sector de los servicios, lo que anima a la economía son las fuerzas de la información, del diseño, de la comunicación, de la aplicación de los saberes abstractos de la ciencia y la técnica, de la cooperación y la capacidad de expresiva de los cuerpos vivos, y de la generosidad de los materiales llamados naturales. Poca duda cabe: organizar la economía, más político imposible.
Esta dinámica de explotación se extiende siempre y cada vez más al conjunto de la dinámica social. Lo determina y lo produce. Pero esta relación de determinación es rica y compleja: al determinarla le confiere nuevas virtualidades políticas. Esta relación de determinación es la que corresponde abrir.
Pero vale la pena, para discutir con el “politicismo”, es decir, con quienes –como sucede con los libros y las diferentes intervenciones de Ernesto Laclau- proponen una imagen de la política exterior a la economía, recordar estas formulas clásicas. Si la economía determina el conjunto del ser social, ello se debe a que cada vez más la economía misma es enteramente política. De allí la redundancia de fórmulas que apuntan a “politizar la economía”. En otros términos, la economía es política desde el inicio, desde el momento en que sus reglas gobiernan la entera actividad colectiva.
2. El tiempo (es ya el corazón vivo de lo) político
 En el corazón de este proceso de extensión de la economía a la vida nos encontramos con el fenómeno deltiempo. Los ecos de la reflexión heideggeriana se conjugan necesariamente con la tentativa de una fenomenología marxista aggiornada y con la problemática foucaultiana del bíos. La economía es tiempo objetivado, vida subsumida y simultáneamente regulación de la movilidad, la comunicación y la creatividad. Las vidas individuales, la vida cooperativa, la vida “con”, no son nociones de una filosofía de la autenticidad o de la alienación, sino de una problematización más amplia que no puede separarse del antagonismo de “clase” (leasé mejor: bío-clase). El olvido de esta determinación fundamental de la vida social afecta nuestra comprensión de la vida y de la política espiritualizándolas.
Un modo de cartografiar el poder consiste en relevar el tiempo dedicado a proyectos que explotan la cooperación a la vez que se apropian de manera privada de ella y a los cuales nos vemos obligados para poder sostener materialmente el tiempo dedicado a nuestra propia vida y proyectos. Esta explotación del tiempo se vincula a subordinaciones de otro tipo, organizadas a partir del complejo ensamblaje deuda/seguridad/medios/representación. La sola idea de que el tiempo desgarrado en la vida de nuestras ciudades pueda ser pensando abstrayendo esta variable fundamental no puede sino alertarnos. Así trabaja el espiritualismo actual: contando el tiempo de explotación como labor digna y gratificante, como dedicación a un futuro de progreso y elevación.
Si en algo se han ido especializando los distintos sacerdocios (y por eso Nietzsche los consideraba “interesantes”) ha sido, justamente, en espiritualizar el tiempo de la vida. Vaciarlo. Organizarlo según proyectos regidos por reglas cada vez más abstractas. El tiempo se ha ido convirtiendo él mismo en categoría rígida, muerta. La cosa es a la vez más sencilla y más compleja. Porque el tiempo es ante todo tiempo de la vida, y las nociones con que contamos para pensar su multiplicidad son unas “nocionesfantásticas” a las que la ciencia política ha renunciado desde el comienzo.
El tiempo es ese tiempo que se nos va en los viajes al trabajo. Es el tiempo que se le da o se le hurta a la cocina. Es la materia del pensamiento. Es eso que se altera en el amor. Es tiempo lleno, premisa bien material de proyectos y posibilidades de vida.
 3. Las “diferencias” y el “lenguaje”
 La retórica de las “diferencias” se ha convertido en el sitio espiritual por excelencia. Una vez conducida a una superficie abstracta, la “diferencia” ya no es la singularidad en el tiempo real de la vida, sino un término meramente analítico, una particularidad sometida a las misteriosas leyes de la combinatoria cuyas posiciones son siempre de equivalencia y de oposición. En nombre de esta diferencia diezmada se realizan los insípidos elogios de una pluralidad completamente insustancial que tan aburrida ha hecho nuestra postmodernidad, con palabras atemorizadas que pretendían ocupar el lugar de la experiencia. ¿Qué fuerza tienen nociones como “articulación” o “hegemonía” cuando se restringen a operaciones lógicas en este tipo de razonamientos?
Cuando “diferencia” y “articulación” se ofrecen como nociones puramente lógicas, categorías que se hacen claras y distintas a fuerza de eludir toda carnadura histórica y sensible de las “diferencias” reales, no asistimos solamente a una admirable demostración de rigor teórico que engalana a quien sostiene dicho discurso, sino al despliegue de fuerzas mucho menos elegantes, como el temor (incluso el desprecio) ante la potencialidad y el exceso que caracteriza el encuentro de las diferencias efectivas, del movimiento de lo real.
Toda esquematización abstracta apunta a limitar de antemano las posibilidades de esta materia diferencial, fuente de conflicto y al mismo tiempo ocasión de subjetivación política. La hipostación de una normatividad para lo social que proviniese de unas reglas puramente lógico-simbólicas, de sofisticados modelos lingüísticos, acaba por hacer del lenguaje un vector de trascendencia, el exacto opuesto de lo que en la experiencia se nos ofrece como potencia expresiva, creativa e inmanente respecto del mundo.
 4.      La schmittiana (“autonomía” de la) política
 El desafío de pensamientos ascendentes de la política como el de Laclau (tan compartido, tan oficial en nuestro tiempo) es el de mostrar que puede ser algo más que una versión progresista del “shmittianismo”, es decir, de la hipostación de una instancia que duplica idealmente lo social, a lal que se le ofrece el carácter activo y potente para reorganizar la vida material misma (la doctrina de la soberanía y excepción). En Laclau la cuestión crucial se juega en el modo de superar tres “reducciones” sistemáticas que lo acechan:
 Reducción del espacio-tiempo histórico del bíos a un esquema intelectual formalista. Se sustituye la existencia real, inmersa en el juego de la diferencia viva en un medio de pasiones y razones cambiantes, arrojada a los encuentros, productora incesante de exceso ontológico, por una existencia pensada, reconstituida lógicamente como colección de “diferencias” que marchan abstractamente hacia una articulación no menos abstracta y a favor de una idea de hegemonía que prescinde del juego material de la política, evacuando toda irregularidad histórica en favor de un efecto de sistematicidad, vuelto esquema, y del ejemplo.
 Reducción de lo político como juego inmanente que encuentra su racionalidad de la diferencia y el exceso a la postulación de una instancia espiritual trascendente, a la que llama “discurso”, o bien “orden de lo simbólico”, al que atribuye un poder de reglar de modo autónomo la articulación de las diferencias formalizadas. Por medio de este esquema la praxis se volatiza en sus determinaciones concretas, expresándose solo por medio de una fantasmática de la representación.
 Reducción del potencial expresivo no-lingüístico de lo discursivo a una modelización proveniente de la lingüística estructural. Aún si formalmente se argumenta que el discurso abarca el conjunto de las significaciones, lo cierto es que el “conjunto de las significaciones” son siempre interpretadas de acuerdo a un paradigma lingüista predefinido que expulsa de su marco de comprensión formas no significantes de expresión.
 5. ¿No nos demanda nuestro presente una imagen expresiva de lo político?
 ¿Cómo evitar estas reducciones de fuerte tufillo teológico? Desde ya el asunto no se resuelve homenajeando al populismo. No se trata de combinar la fuerza un lacanismo teórico con una versión “congelada” (la expresión corresponde a León Rozitchner) de los procesos políticos latinoamericanos.
 Más productivo resultaría desplegar imágenes materiales de la vida política de nuestro presente sudamericano buscando una inmanencia aún mayor en los tres niveles en que las teorías de la autonomía de lo político activan sus reducciones espiritualistas.
 Contra la reducción espiritualista, desplegar una atención activa a los signos de todo aquello que surge como exceso productivo de -y en- el bíos. El antagonismo no es un concepto que venga de afuera, sino que se constituye en y por el juego efectivo de las diferencias históricamente situadas, de las diferencias vivas, en su recíproca determinación física, afectiva, productivas, siempre sometidas a regímenes concreto del gobierno del tiempo.
 Contra la reducción discursivista de la política, atender a la inmanencia de este juego en la cual la dimensión discursiva no puede ser separada artificiosamente como instancia trascendente que domina, de modo desafectado, el devenir del antagonismo, reorganizando la racionalidad de la vida y del tiempo desde el “afuera” de las reglas combinatorias de la estructura.

Se trata, contra la reducción lingüística de toda dimensión del sentido, de desplegar una dimensión sensible capaz de valorar toda la dimensión expresiva de lo corporal-afectivo, en su existencia individual/colectiva.



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